Luis Orione Feltri nace en una familia humilde de Pontecurone (Italia). Su padre, un soldado retirado, trabajaba construyendo caminos, una tarea muy sacrificada en la cual los hombres pasaban extensas jornadas arrodillados bajo las inclemencias del clima, y que Luis experimentó cuando por temporadas acompañaba a su padre en esa labor. Su madre cuidaba de él y sus hermanos, con lo poco que tenían se las arreglaba para que sus hijos tuvieran algo para vestir y comer. Solía ir con Luis a recoger las espigas que dejaban los trabajadores mostrándole que aquello era alimento y no debían dejar que se desperdiciara. La vida austera y el gran amor de Dios que descubría a través de sus padres fueron moldeando su corazón.
Al crecer en un ambiente de mucha austeridad y pobreza, Luis fue sintiendo el llamado de Dios a trabajar por los más necesitados. A la Virgen María, uno de sus grandes amores, se encomienda con mucha devoción pidiéndole que le ayude a ser sacerdote. El camino no fue fácil. A los 13 años ingresó a una comunidad franciscana pero su débil salud no le permitió continuar. Más tarde ingresó con los salesianos, donde conoció a Don Bosco, quien fue un modelo para él especialmente en la relación con los jóvenes. Sin embargo, este no era el camino que Dios tenía preparado para él. Con mucho pesar, pero siguiendo la voluntad del Señor, regresó a casa para ingresar finalmente al seminario de Tortona.
Para pagar sus estudios, Luis debió trabajar como capellán en la Catedral, ahí comenzó un oratorio, un espacio desarrollado para acoger a niños y jóvenes donde entre juegos y oración los acercaba a Dios. A partir de la necesidad que veía en ellos decidió abrir un colegio, aunque no contaba con los recursos para llevar adelante una idea semejante. Como lo había hecho hasta entonces y como lo seguiría haciendo durante toda su vida, colocó su confianza en la Providencia de Dios y no en sus propias fuerzas, logrando, gracias a Dios y a la generosidad de varias almas, abrir el ansiado colegio para acoger a niños de escasos recursos. Es así como inició su Obra, antes incluso de ser sacerdote, algunos de sus compañeros del seminario lo acompañaron en esta misión.
Su mayor preocupación fue siempre atender las necesidades de los más postergados de la sociedad. Deseaba que todas las personas se sintieran amadas por Dios y se acercaran a Él por medio de la Iglesia. Para ello era preciso vivir la caridad, estar atentos a las verdaderas necesidades que las personas tenían, sentir con ellas, considerarles como hermanos, y buscar soluciones reales, a través de iniciativas modernas y eficaces.
Ya siendo sacerdote, Don Orione, colaboró en el rescate de los huérfanos que dejaron dos devastadores terremotos. Fueron jornadas extenuantes en medio del frio invernal, el caos y el hambre, donde con solicitud organizó la ayuda y participó activamente buscando y acogiendo a los más desamparados. Quiso hacer de padre para aquellos que lo habían perdido todo, siempre se preocupó por seguir de cerca a aquellos jóvenes y niños que rescataba, buscando que tuvieran un lugar donde permanecer y una educación que los ayudara en su futuro.
Durante la Primera Guerra Mundial muchos fueron los perjudicados. El número de enfermos, huérfanos y desamparados aumentaba. Ante la necesidad cada vez más grande de personas que entregaran su vida a favor de los demás don Orione decidió abrir una rama femenina de la congregación, exhortando a las religiosas a trabajar y orar, llevando consuelo a todo aquel que lo necesitara.
Muy cerca de la fundación de las hermanas, se encuentra la fundación de una sus obras más característica, el “Pequeño Cottolengo”. Don Orione había conocido la obra de San José Benito Cottolengo, un sacerdote italiano del siglo XVIII dedicado a acoger a los más abandonados de la sociedad. Es así como Don Orione concibe la idea de un lugar para acoger personas en situación de discapacidad y a todo aquel que tuviera un dolor o padeciera algún mal. Rápidamente se multiplicaron estos hogares para acoger el dolor humano.
Las personas fueron reconociendo la figura de Don Orione como un hombre de fe, de gran caridad, humilde y muy trabajador, un sacerdote que conocía los problemas sociales que existían en su época. Tuvo que luchar, por ejemplo, contra ideologías que iban en contra de la Iglesia, siendo siempre un gran defensor de ella y de su cabeza, el Papa. Siempre atento a sus hermanos, nunca se detenía, iba a visitar enfermos, a administrar los sacramentos, celebrar en otros pueblos, visitaba a sus religiosos que con el tiempo se fueron extendiendo por el país y más allá de sus fronteras. Incluso envió misioneros a América, viajando él mismo en dos oportunidades a este continente, visitando Brasil, Argentina, Uruguay y Chile.
En 1937, de vuelta en Italia de su segundo viaje a América, retomó los asuntos de la congregación. Durante este tiempo se inauguraron algunos institutos, se comenzó a construir el Pequeño Cottolengo en Milán, y la Pequeña Obra continuó creciendo. Don Orione siguió visitando a sus religiosos, haciendo el bien en todos lados y acudiendo donde se le necesitaba. En 1939 tiene un primer infarto, sin embargo este no lo detuvo para seguir adelante con todos los compromisos de la congregación. Cuando su salud se había deteriorado el médico indicó que debía ser traslado a San Remo, un lugar donde podría estar más cómodo y recibir mejores atenciones. A pesar de resistirse a ello, ya que su deseo era morir junto a los pobres, finalmente accedió. Durante sus últimos días escribió a sus religiosos, a benefactores y amigos, quería exhortarlos a seguir cerca de Dios, amando a los más desvalidos. Finalmente su corazón no resistió más. Don Orione murió a la edad de 67 años luego de una intensa vida dedicada a seguir la voluntad del Señor a través del amor desinteresado por los más pobres y desamparados de la sociedad.