San Martín de Tours, obispo (11 noviembre)

Soldado, ermitaño, obispo… La vida de Martín fue toda una aventura. Ha pasado a la historia del cristianismo como el santo de la caridad por excelencia. En todo el mundo no hay ciudad o pueblo que se precie que no tenga dedicada una de sus iglesias a san Martín de Tours, protagonista de uno de los momentos más inmortalizados en la historia visual del cristianismo, aquel en el que el soldado romano donó la mitad de su capa a un mendigo que se encontró por el camino.

Casi todo lo que sabemos de él lo conocemos por un biógrafo contemporáneo suyo, san Sulpicio Severo, que en su Vida de san Martín apunta que «el deber de un hombre es conseguir una vida inmortal más que un recuerdo inmortal, no escribiendo ni combatiendo, sino viviendo piadosamente, santamente, religiosamente». Así lo hizo Martín.

Nació en Panonia, en la actual Hungría, en el año 317, de padres paganos. Por entonces, la ley obligaba a los hijos de militares a servir también en el Ejército, por lo que tomó las armas a los 15 años. Siendo ya catecúmeno, a las puertas de la ciudad de Amiens se encontró a un mendigo pidiendo limosna. Al no tener nada que ofrecerle, tomó su espada y le dio la mitad de su capa para protegerse del frío. Esa misma noche soñó con el mismo Cristo vestido con la mitad de la prenda que le faltaba, y diciendo a sus ángeles: «Martín, que es solo un catecúmeno, me cubrió con este manto».

Problemas de conciencia

La vida militar debió de causarle a Martín –como a muchos otros soldados que habían entrado en contacto con la fe cristiana– no pocos problemas de conciencia. Servir en el Ejército de Roma en aquellos años suponía prestar juramento y rendir culto al emperador, y fueron muchos los que decidieron oponerse frontalmente a esta costumbre. No era una cuestión de usar o no la violencia, sino de sucumbir o no a la idolatría. Marcelo, Julio o Maximilano son solo algunos santos que fueron ejecutados por preferir a Cristo antes que quemar incienso al emperador.

El caso es que Martín también tomó la decisión de no traicionar su fe, y lo hizo incluso ante el mismo César. Cuenta Sulpicio Severo que en la batalla de Worms, decisiva para defender las Galias de los bárbaros, el emperador Juliano seleccionó a Martín para el combate, e incluso le dio un generoso donativum, como solía hacer para motivar el ardor de sus soldados.

Sin embargo, Martín le respondió: «Hasta ahora, César, he luchado por ti; permite que ahora luche por Dios. El que tenga intención de continuar siendo soldado que acepte tu dinero; yo soy soldado de Cristo, no me es lícito seguir en el Ejército». Al decir esto, se estaba jugando el cuello. «Dices ser cristiano, es decir, un cobarde. Tienes miedo de enfrentarte al enemigo», le respondió Juliano. El santo le dijo entonces que para demostrar su valor se encaminaría a la mañana siguiente a las filas enemigas, sin escudo y sin armas. Pero al final no hizo falta: los bárbaros se rindieron sin presentar batalla, atemorizados por el poder de un Ejército, el de Roma, en el que había soldados que estaban tan seguros de su victoria que incluso iban a luchar sin siquiera llevar armas.

Signos y prodigios

Nada más dejar el Ejército se unió en Poitiers a los discípulos de san Hilario, al que dejó poco después para llevar una vida de ermitaño acorde con los deseos de su corazón. Pero ocurre que a los hombres de fe les suceden cosas que no pasan desapercibidas: sanaciones y milagros entre las gentes del lugar llamaron la atención de muchos, entre los cuales no faltaron quienes quisieron arrancarle de la vida eremítica para hacerle pastor de almas. Escapó por poco a la petición de hacerle obispo de Poitiers tras la muerte de san Hilario, pero los fieles de Tours lo atrajeron a la ciudad años después con la excusa de orar por la sanación de un moribundo, y allí le obligaron a aceptar el cargo de obispo.

Los años siguientes los empleó recorriendo su diócesis luchando contra los cultos paganos. Convirtió a los reticentes con signos y prodigios que suscitaban la fe en Cristo, curando enfermos y expulsando demonios –san Gregorio de Tours, dos siglos después de su muerte, recopiló en cuatro libros todos los milagros que se le atribuían–. Eso le permitió dejar en cada pueblo una parroquia en sustitución del antiguo templo, y un sacerdote para celebrar el culto.

Aun siendo obispo, nunca dejó su espíritu monástico ni tampoco su sensibilidad hacia los pobres, dando hasta el final de sus días testimonio de caridad hacia los necesitados. Al cumplirse los 1.700 años de su nacimiento, el Papa Francisco se refirió a san Martín como «padre de los pobres», ya que antes de ser cristiano «se comportaba como un candidato al Bautismo por sus obras de caridad: asistía a los enfermos, socorría a los desafortunados, alimentaba a los necesitados, vestía a los desnudos, y no conservaba nada para sí de la paga militar, excepto lo que necesitaba para la manutención diaria».

De este modo, con la vista puesta en Cristo, al que socorrió en Amiens, san Martín de Tours fue según el Papa «un oyente no sordo de los preceptos del Evangelio, que no se preocupaba del mañana».


11 de noviembre: san Martín de Tours, padre de los pobres – Alfa y Omega