La liturgia griega lo llama «protocletós» o «primer llamado». Comparte el podio con Juan; era una tarde que conserva el evangelista en su relato la frescura del primer encuentro.
El Bautista alentó la esperanza y se dedicó a enseñar que el asunto de la llegada del Mesías se resolvería en breve. Eso estaba comentando con sus discípulos en amigable y encendida charla cuando Jesús va a dar comienzo su vida pública. Pocos días antes dejó colgadas sus herramientas ante la mirada expectante de su madre, María, y se encamina al Jordán. Juan el Bautista no desperdició la ocasión: «he ahí el Cordero de Dios». Dos de ellos se levantan con los ojos encendidos y apasionados; se intercambiaron dos preguntas que iban con respuesta pagada: «¿Qué buscáis?», «¿Dónde habitas?». Desde las cuatro de la tarde hasta el anochecer estuvieron juntos y se puede decir que allí empezó la aventura.
Gozo espiritual, palabras primeras que sabían a promesas de bien. Esa tarde fue la alborada de la era de la gracia. Le faltó tiempo a Andrés para decírselo a su hermano Pedro. Pero este encuentro primero no fue llamada.
Andrés volvió a integrarse a sus tareas de pescador y ahí sí que lo llamó Jesús junto con otros tres: «Venid, os haré pescadores de hombres».
El seguimiento fue en serio: dejó las labores del mar, barcas y redes, la familia, la casa y el terruño cambiando todo por una vida pobre y andariega con Jesús, aprendiendo siempre de Él, gozando de su bondad, disfrutando de su compañía, quedándose boquiabierto cuando se enfrentó a los poderosos fariseos cantándole las cuarenta y embrujado por su enseñanza que le hacía ver el mundo del revés si Jesús repetía las bienaventuranzas. De verdad que mientras la cosa duraba no le importaron demasiado las privaciones, los sufrimientos y la vida anónima.
Pocas veces estuvo en primer plano como su hermano Pedro; hasta Juan y Santiago estaban más cerca de Jesús. Andrés intervenía poco; sí lo hizo en aquella multiplicación milagrosa, cuando se acercó a ofrecerle los cinco panes y dos peces que brindaba el generoso chaval, porque había una multitud hambrienta siguiéndole. Ah, también hizo de intermediario con aquellos griegos que querían ver a Jesús y poco más.
Natural de Betsaida, junto al lago de Genesaret, cuna de apóstoles; de allí procedían también Pedro, Juan, Santiago y Felipe. Todos eran gente sencilla, como Andrés, poco cultos, curtidos por el sol y el viento, y con el léxico propio de los hombres de mar.
No se sabe si se casó o no, sí que era mayor que Pedro.
Parece ser –lo dice una antigua tradición utilizada por antiguos escritores eclesiásticos– que evangelizó parte del sur de la Rusia actual, Escitia, la amplia zona de contacto entre Europa y Asia, donde los cultos eran gente depravada y los naturales pobres ignorantes usaban costumbres bárbaras: Asia Menor, el Peloponeso, Tracia, Capadocia, Bitinia, Epiro… Dicen que murió en Patrás, Crimea, y afirman que, como su hermano Pedro, también con cruz; pero ninguna fue como la del Maestro; la de Andrés tenía forma de aspa, formando una equis. Los artistas Murillo, Ribera, Miguel Ángel y Rubens lo dejaron así inmortalizado para la posteridad con su iconografía particular.
Cuenta la historia legendaria que aquel procónsul de Acaya, Egeas, fue extremadamente celoso en el cumplimiento de su deber; sabía que en la Urbe no eran precisamente muy bien vistos aquellos judíos que seguían al nazareno que mandó crucificar Poncio Pilato en Jerusalén, años atrás; y como en su zona eran muchas las conversiones a aquella locura absurda y sin sentido de adorar a un crucificado considerado como salvador, lo mandó azotar y atarlo por cuatro días con sus noches a los palos.
Así murió el testigo de la Verdad que se llamó Andrés, con pocos datos personales, pero testigo de Jesús resucitado y cumplidor hasta el fin de su encargo.
La cruz aspada es prerrogativa de uno; la cruz diaria, común al cristiano.