No lo quiso Dios ni misionero y mártir en América, ni ermitaño en El Risco abulense. Lo quiso santo y apóstol en Madrid, cuando nacía como capital de España.
Nació el 17 de octubre de 1500 en Oropesa, actual archidiócesis de Toledo, y en aquel entonces perteneciente a Ávila. Su padre fue Hernando de Orozco; su madre, María de Mena. El único prodigio sobrenatural y narrado por él mismo –no se sabe muy bien si de veras o con la fina ironía que suele adornar la figura de los santos– es la comunicación celestial que tuvo su madre antes de que él naciera sobre el nombre que había de ponerse al hijo esperado: Alonso, quizá porque la Virgen Santísima lo quería como capellán y devoto suyo, como antes lo fuera el gran Ildefonso de Toledo.
La música lo tuvo ocupado mucho rato en los primeros años de su vida; integraba el número de los «seise» en Talavera de la Reina y algo más tarde fue «cantor» en el coro de la sede la Primada de Toledo. Probablemente de ahí arranque su permanente afición a la música.
Estudia leyes en Salamanca. Pide el hábito de san Agustín, junto con su hermano mayor, Francisco. Tuvo la suerte de mantener contacto con el futuro santo Tomás de Villanueva, que era prior cuando Orozco hizo su profesión.
Al ordenarse sacerdote y abrirse al ministerio de la palabra cobra nueva dimensión su vida. El estilo y entusiasmo propio dan a la predicación un sabor inusual; resulta un predicador cualificado y competente que sabe unir la solidez y profundidad de la doctrina a exponer con el buen gusto y la gracia necesaria para atraer la atención de los oyentes. Tiene la audiencia asegurada allá donde él sube al púlpito; no fueron infrecuentes las colas para asegurarse un puesto ni los empujones por conseguir una silla. De todos modos, a pesar de tener hambre de Dios y deseos de transmitirla, no está libre de los modos ampulosos de decir propios del gusto de la época y por ello fácilmente disculpables, cuando su intento es transmitir a los fieles formación con la buena doctrina que facilite la mejora en la vida cristiana a su audiencia. Hasta tal punto es notoria su figura como predicador que Carlos V, sin duda influenciado por su hija Doña Juana –gobernadora de España en su ausencia– que conoce al P. Orozco, prior de Valladolid donde ella tiene su residencia, le nombró predicador real en 1554. Luego lo será igualmente con Felipe II. Pero hay que dejar constancia de que estos cargos en la Corte no impidieron continuar su preferente predicación a los sencillos.
Por vía de obediencia, desempeñó cargos de gobierno en su Orden. Medina del Campo, Soria, Sevilla y Granada como prior. También será Visitador de Andalucía y Definidor de España.
Tuvo dos deseos frustrados. En el siglo xvi, como antes lo fueran las Cruzadas, el amor a Jesucristo se manifestaba en muchos con el vehemente deseo de ir a las Indias, predicar el Evangelio y morir mártires en las nuevas tierras lejanas. El P. Orozco también lo sintió, lo alimentó y lo puso por obra embarcándose para la empresa evangelizadora en las nuevas tierras; pero los planes del Señor eran otros sobre su persona y actividad haciendo que desde Canarias tuviera que iniciar el retorno al continente por un ataque agudo de gota. El otro deseo insatisfecho fue el permanente anhelo de vivir casi en solitario en el convento agustino de El Risco.
Una faceta menos conocida de su vida es la de fundador de conventos. Abrió uno en Talavera para agustinas, muy pobre, tanto que por años tuvo él que ayudarlas con su paga de predicador real; en 1576, otro para hombres en la misma ciudad; en Madrid, el de agustinas que se llamarán del P. Orozco, en 1570, y, también en la capital del Reino, el de las agustinas de la Visitación, que luego serán las agustinas de Santa Isabel.
La fogosidad y bondad de predicador que en todo momento buscó el bien de los fieles oyentes parecen ocultar su sufrimiento interior. Soportó durante treinta años terribles escrúpulos de los que solo se veía libre a la hora de celebrar diariamente la Misa y en el ministerio sacerdotal del confesonario. Lo mismo que llegaron, se fueron; sucedió cuando el buen Dios quiso regalarle la paz.
Doña María de Aragón donó su casa para convertirla en colegio. A aquel convento improvisado se retiró el anciano P. Orozco y vivió sus dos últimos años. Murió santamente en 1591, después de recibir las visitas de Felipe II, Isabel Clara Eugenia y del Cardenal Quiroga. Aún tuvo el buen gusto, el excelente buen humor, o quizá la deformación profesional a la que lleva el hábito, de querer predicar a quienes le acompañaban en la hora postrera su último sermón de media hora de reloj.
León XIII lo beatificó en el año 1882.
Es una pena que este hombre santo, modelo de predicador, entregado a Dios y a los demás su larga vida, permanezca en la sombra del lejano recuerdo, casi olvidado, con sus escritos sin estudiar ni publicar. ¡Quién sabe si un estudioso de la historia decidirá un día sacarlos de la penumbra para ofertarlos a la posteridad! De hecho, él tenía la firme convicción de que, si había decidido escribir, había sido por un querer manifestado expresamente por la Virgen.