San León de Asís, franciscano (14 noviembre)

El Señor te bendiga y te guarde;
te muestre su faz y tenga misericordia de ti.
Vuelva su rostro a ti y te dé la paz.
El Señor te bendiga, hermano León.

Fray León es el más celebre de los compañeros de San Francisco. Era sacerdote. Debido a su gran pureza de alma y a su sencillez, Francisco lo escogía con frecuencia como compañero y le hacía confidente de sus secretos. Le llamaba «ovejuela de Dios». Era su confesor y también su secretario. Debió de unirse a la fraternidad en 1210 y vivió hasta 1271. Gran parte de las fuentes biográficas sobre San Francisco, desde la Vida segunda de Celano, en adelante, se inspiran en los recuerdos que dejó escritos el hermano León; el sector de los «espirituales» le miró como la personificación y el testigo de excepción del auténtico ideal del Fundador. Fue el único testigo de la estigmatización de San Francisco. De él recibió el conocido autógrafo con la bendición y las alabanzas de Dios, que llevó siempre junto al pecho como reliquia preciosa, lo mismo que la carta de libertad evangélica, que se halla entre los escritos del Santo (L. Iriarte).

Entre todas las páginas del franciscanismo primitivo, no habrá otra que le gane en celebridad a la del Diálogo de la perfecta alegría. Ese diálogo se da entre San Francisco y el hermano León. Quizá también, por eso, este hermano León sea el más universalmente conocido entre los compañeros de San Francisco (Flor 8).

Lo ha hecho también famoso Niko Kazantzakis, en su libro El Pobre de Asís, tan opimo de bellezas literarias como escaso de historicidad. En él, a mi juicio, se comete un pecado mortal con la figura de este hermano León, dándonoslo como un permanente contrapunto de la humanidad luminosa de Francisco, y, en muchas páginas, como el Sancho Panza del Superquijote que fue el idealista Pobrecillo: escudero y seguidor fiel del más alegre de los santos, pero él con su alma más bien roma y trágica.
Dejemos esa hermosa creación poética del novelista griego, y pasemos a conocer el retrato real de nuestro personaje.
Con el hermano León viene a nuestra galería un retrato singular y plural: singular, en el sentido de peculiar, y mucho; plural, porque habría que pintarlo, no en la unidad de un marco, sino como en un escudo de tres cuarteles bien diferenciados. Vayamos con el primero.

La persona
En los archivos han quedado unos pocos datos biográficos: que era oriundo del Condado de Viterbo, que ingresó en la Orden después de 1212 (Wadingo dice que ingresó en 1210), y que murió en Asís en 1271. Por fortuna, en compensación, abundan los datos psicológicos, que también son biografía y son los que nos interesan más aquí.

«Fue el más simple y puro entre los compañeros de San Francisco» (Gemelli), «alma de niño» (Cuthbert), «el más humilde y el más manso de los discípulos del Santo» (Fortini). Por esa su mansedumbre, el Pobrecillo lo bautizó con el apodo de «Ovejuela de Dios», y el autor de su Vida afirma que lo llamaba así con frecuencia, y que era «por su simplicidad columbina» (1). Y en la definición paradigmática del verdadero hermano menor, el mismo Francisco lo propone como modelo de «sencillez y pureza» (EP 85). Y Celano afirma que «resplandecía por su simplicidad llamativa». Y estas buenas prendas no eran sólo unas simpáticas cualidades temperamentales, sino verdaderas virtudes, aprendidas en la escuela del Pobrecillo: «Fue un hombre llamativamente activo, y fue aun más un auténtico contemplativo, hasta llegar a las más altas intimidades con Dios».

La «simplicidad columbina» del hermano León tenía poco que ver con la del hermano Junípero. El hermano León fue sacerdote, y sacerdote culto, y un hábil calígrafo y escritor. Francisco lo tomó como su secretario y su confesor, y por ese doble título se puede afirmar que supo del Pobrecillo como ningún otro, por fuera y por dentro: «Francisco le tenía al tanto de casi todos sus secretos», y nadie disfrutó como este hermano León de la alegría y el asombro de conocer en conjunto y al detalle al humanísimo y celestial San Francisco. Esa intimidad excepcional de trato justifica lo que hay de verdad en esta afirmación de Gemelli, que suena a ditirambo: «El es el intérprete más fiel de San Francisco».

Según Sabatier, esta confianza entre los dos habría nacido en su amistad juvenil, anterior a la conversión de Francisco. Y habría que aplicarle el siguiente párrafo de Celano: «Tenía Francisco a la sazón en la ciudad de Asís un compañero, amado con predilección entre todos. Como ambos eran de la misma edad, y una asidua relación de mutuo afecto le hubiera dado a Francisco ánimo para confiarle sus intimidades, le conducía con frecuencia a lugares apartados, a propósito para tomar determinaciones, y le aseguraba que había encontrado un grande y precioso tesoro. Gozábase con ello este su compañero, y, picado de curiosidad por lo oído, salía gustoso con él cuantas veces era invitado» (1 Cel 6).

Lo indudable es que Francisco «le amaba tiernamente», y «le tenía por su más cordial amigo»; lo cual lleva a Wadingo a considerarlo como «el más amado de Francisco», y a Fortini a llamarlo «su predilecto». Hermosos títulos, avalados con las más hermosas pruebas.

Cuando, al principio de la Orden, Francisco envió en pañetes al hermano Rufino a predicar en una iglesia de Asís y él subió después a la ciudad en la misma guisa, fue a este hermano León a quien llamó, le puso en las manos su hábito y el de Rufino, y le mandó que le siguiera. Y los dos -aquí sí, como un Quijote con su escudero- subieron a la ciudad, entraron en aquella iglesia, Rufino y Francisco predicaron desnudos, y León les dio luego sus hábitos para que se los vistieran, y los tres retornaron a la Porciúncula, vestidos como Dios manda (Flor 30).

Más tarde, en 1213, Francisco tomó también al hermano León como escudero para otra hazaña célebre, de más alto corte caballeresco. La narra así la primera Consideración sobre las llagas:
«Inspirado por Dios, San Francisco se puso en camino desde el valle de Espoleto en dirección a la Romaña, llevando al hermano León por compañero. Siguiendo esta ruta, pasó al pie del castillo de Montefieltro, donde a la sazón se estaba celebrando un gran convite y cortejo, con ocasión de ser armado caballero uno de los condes de Montefieltro. Al enterarse San Francisco de que había allí tal fiesta, y de que se habían reunido muchos nobles de diversos países, dijo al hermano León:
— Subamos a esta fiesta. Puede ser que, con la ayuda de Dios, hagamos algún fruto espiritual.

Había, entre otros nobles llegados para la comitiva, un grande y rico gentilhombre de Toscana, por nombre messer Orlando de Chiusi, en el Casentino. Este messer, por las cosas admirables que había oído de la santidad y los milagros de San Francisco, le profesaba gran devoción, y ardía en deseos de verle y de oírle predicar.

Llegó San Francisco al castillo, entró en él sin más, y se fue derecho a la plaza de armas, donde se hallaba reunida toda aquella multitud de nobles. Lleno de fervor de espíritu, se subió a un poyo y se puso a predicar, proponiendo este tema en lengua vulgar: Tanto è quel bene ch’io aspetto, che ogni pena m’è diletto», que, vertido a nuestro «román paladino», podría decir así: Tanto es el bien que espero / que en las penas me deleito.

«Y con ese lema, bajo el dictado del Espíritu Santo, predicó con tal devoción y profundidad, alegando las diversas penas y suplicios de los santos apóstoles y mártires, las duras penitencias de los santos confesores, y las muchas tribulaciones de las santas vírgenes y de los demás santos, que toda la gente estaba con los ojos y la mente fijos en él, escuchándole como si hablase un ángel de Dios. Y dicho messer Orlando, tocado por Dios en el corazón con la admirable predicación de San Francisco, tomó la resolución de ir después del sermón a tratar con él los asuntos de su alma.

Terminada, pues, la prédica, tomó aparte a San Francisco y le dijo:
— Padre, yo quisiera hablar contigo sobre los asuntos de mi alma.
— Me parece muy bien -le respondió San Francisco-. Pero ahora vete, y cumple esta mañana con los amigos que te han invitado a la fiesta, come con ellos, y después de la comida hablaremos todo lo que quieras.

Y se fue messer Orlando a comer. Terminada la comida, volvió a San Francisco, y trató y dispuso con él plenamente los asuntos de su alma. Al final dijo messer Orlando a San Francisco:

— Tengo en Toscana un monte muy a propósito para la devoción, que se llama monte Alverna; es muy solitario y está poblado de bosque, muy apropiado para quien quisiera hacer penitencia en un lugar retirado de la gente o llevar vida solitaria. Si lo hallares de tu agrado, de buena gana te lo donaría a ti y a tus compañeros, por la salud de mi alma.

Al escuchar San Francisco tan generoso ofrecimiento de algo que él deseaba mucho, sintió grandísima alegría, y, alabando y dando gracias, primero a Dios y después a messer Orlando, le habló en estos términos:
— Messer, cuando estéis de vuelta en vuestra casa, os enviaré a algunos de mis compañeros, y les mostraréis ese monte. Si a ellos les parece apto para la oración y para hacer penitencia, ya desde ahora acepto vuestro caritativo ofrecimiento.
Dicho esto, San Francisco se marchó, y, terminado su viaje, regresó a Santa María de los Ángeles».

Simple y bella es la narración, y marca uno de los momentos que luego tuvo la más alta resonancia de su vida. Pero aquí quiero destacar la presencia del hermano León: gracias a él y a su buena memoria de secretario, contamos con la anécdota, y con esos versos pareados del poeta Pobrecillo, que, además de condensar su espiritualidad, son la primera producción lírica suya que se nos ha conservado; aunque también pudieron ser unos versos de la literatura caballeresca en boga, recreados por él para aquella circunstancia. De cualquier modo, se han venido diciendo hasta hoy como unos versos de San Francisco, y los conocemos seguramente gracias a la memoria admirativa y tenaz del hermano León.

Con lo que hemos dicho sobre la confianza del Pobrecillo en él, nada extraña verlos juntos por esos mundos de Dios, y, a veces, deliciosamente juntos. Como cuando el Pobrecillo repitió, al llegar al Alverna, el prodigio poético de Cannara, conversando con las hermanas avecillas; o cuando Francisco y un ruiseñor rivalizaron en un largo certamen canoro, a ver quién de los dos loaba más y mejor al Creador. Otras veces, Francisco lo tomaba por su hombre de confianza, para misiones delicadas o importantes. Un día le encargó -a él y al hermano Maseo- que le transmitiera al turbado hermano Ricerio unas palabras tiernamente amigas, con las que recobró la paz. Más notable -trascendental para la buena marcha de la Orden- fue esta otra circunstancia: intentando acabar de una vez los disgustos y las disensiones, en 1223 tomó consigo al hermano León y al hermano Bonicio -doctor jurista por el Estudio de Bolonia-, se retiró con ellos dos al eremitorio de Fontecolombo, y redactó con su ayuda la regla definitiva, aprobada luego por el papa. Y cuando Cristo y la Virgen se le aparecieron en la Porciúncula y le concedieron el inusual privilegio de que se les perdonaran los pecados a cuantos visitaran aquella capillita, de inmediato tomó consigo al hermano León, y subió con él a Perusa, donde estaba la corte pontificia, para que el papa se lo confirmara. Precisamente, uno de los testigos más cualificados de esta indulgencia es el hermano Francisco de Fabrione, el cual adujo como prueba principal a nuestro hermano León, a quien conoció cuando entró en la Orden, y «le dijo el hermano León que él oyó de labios de Francisco -en su diálogo místico con Cristo y la Virgen- cómo logró esta indulgencia».

Al final, cuando el cuerpecillo de Francisco era ya un desecho humano, confió el cuidado de su persona a cuatro de los más suyos, «que le merecían un amor singular», y uno de ellos fue el hermano León. Y dice la Vida que se dejaba cuidar de él como «por su más cordial amigo»; y le permitía que le tocara sus sagradas llagas cuando le cambiaba las vendas manchadas con su sangre; lo cual era para el hermano León un gozoso y doloroso rito, que «le anonadaba de humildad ante su penitente», observa Gemelli.

Francisco, celoso de que nadie se percatara de ese privilegio de sus estigmas, llegó a tener con el hermano León esta delicadeza excepcional: una vez, colocó morosa y amorosamente su mano llagada sobre el corazón del hermano León; y éste sintió tal delicia espiritual, que, respirando admiración y estupor, prorrumpió en entrecortados sollozos.

Y, ya en su maravillosa agonía, fue al hermano León y al hermano Ángel Tancredi a quienes les pidió que entonaran el Cántico de las hermanas criaturas, con el estreno de la estrofa que compuso para aquel momento sobre la muerte, sobre su hermana la muerte….


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