La fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen María en el Templo recuerda -según los evangelios apócrifos- el día en que María, aún niña, fue al Templo de Jerusalén y se consagró a Dios. La Iglesia desea destacar no el acontecimiento histórico en sí, del que no hay rastro en los Evangelios, sino el don total de sí misma que, en la escucha – «Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la guardan»-, preparó a la joven de Nazaret para convertirse en «templo del Hijo». Este mismo día, el 21 de noviembre, se celebra también la fiesta de Nuestra Señora de la Salud, que fue establecida en la República de Venecia en 1630 y que posteriormente tuvo gran difusión. Esta fiesta se originó tras la peste que azotó el norte de Italia entre 1630 y 1631, mencionada por Alessandro Manzoni en «Los novios». Ante la propagación de la enfermedad y sin saber cómo poner remedio, el gobierno de la República organizó una procesión de oración a la Virgen; asimismo, el Dogo se comprometió a erigir un templo dedicado a Nuestra Señora si la ciudad sobrevivía. Unas semanas más tarde se produjo un repentino colapso de la epidemia, y en noviembre de 1631 se declaró el fin de la emergencia. Desde entonces, se decidió llamar a la Virgen con el título «de la Salud». Para cumplir su voto, el Dogo hizo construir una basílica, que fue consagrada el 9 de noviembre de 1687. También el 21 de noviembre, la Iglesia -por voluntad de Pío XII- celebra desde 1953 la Jornada Pro Orantibus, dedicada a las religiosas y religiosos de vida contemplativa y de oración.
María, Mujer y Madre, no es ajena a las «carencias» de casa. En las bodas de Caná, se da cuenta de que falta vino, e intercede ante su Hijo Jesús para que remedie la situación. Lo que la mueve es la certeza de que nada es imposible para Dios, como le dijo el ángel en la Anunciación. Jesús se resiste – «Mujer, aún no ha llegado mi hora», responde-; pero luego cede. En Caná, María se revela como la creyente en Jesús, la que gracias a su fe provoca el primer milagro de Jesús. El vino es el símbolo de la alegría, de la celebración, de la felicidad; por eso, decir que no hay vino significa que al banquete de bodas le falta el ingrediente por excelencia, la alegría. María se da cuenta y, mediante su intercesión, provee para que el agua de la vergüenza, del miedo, se transforme rápidamente en la alegría de la fiesta. Esto es lo que hizo en Caná, esto es lo que María, Nuestra Señora de la Salud, hace con todos los que la invocan y se confían a ella.
Los Siervos
Los que siguen el acontecimiento paso a paso son los sirvientes, que toman las tinajas, las llenan de agua hasta el borde y, sorprendidos, se dan cuenta de que están repartiendo vino. Y pasan de siervos a testigos: a través de la obediencia, se convierten en protagonistas de un hecho del que todos hablarán y del que ellos son los primeros testigos. Ante los signos que Dios sigue obrando en nosotros y a nuestro alrededor, también nosotros podemos pasar de ser «siervos» a ser «testigos», narradores de las grandes cosas que Dios puede hacer entre nosotros con nuestra humilde y frágil obediencia. Una experiencia que se hace posible si somos obedientes a la orden de la Virgen María: «Hagan lo que Él les diga».
Regalo y compromiso
En esta fiesta, la entrega de María a Dios se entrelaza con su compromiso de vivir la vida animada por la fe, segura de que Dios mismo proveerá (Gn 22). Lo que para el hombre parece imposible, se hace posible para quien cree en Dios y confía en la intercesión de María, Madre de Jesús y Madre nuestra.