Entre las numerosas obras de esta temática que posee el Museo del Prado, destaca el óleo sobre tabla pintada por Juan Fernández Navarrete, apodado «el mudo», expuesta en la Sala 049.
Esta pequeña tabla de Navarrete fue presentada a los monjes jerónimos del monasterio de El Escorial y poco después al propio rey, Felipe II. El hecho se suele fechar hacia 1567, momento en que el joven artista riojano había regresado de Italia, y la fábrica escurialense estaba en construcción y proceso de ornato. El rey oteaba el horizonte artístico del momento, principalmente en el escenario europeo, para encontrar los artífices adecuados para su obra más emblemática. Navarrete complació de inmediato a Felipe II. Los trabajos iniciales de Navarrete se centraron en la realización de copias y arreglos de pinturas tan importantes como La Gloria, La Cena o el Noli me tangere de Tiziano. Este tipo de trabajos menores no fue desaprovechado por el Mudo, hombre dotado de una capacidad de aprendizaje y absorción admirables, que derivó en la década de los setenta en su estilo maduro, pleno de las diversas sugerencias recibidas, pero manejando un estilo propio que se adecuaba a la claridad y al decoro que la imagen religiosa requería. Pese a la temprana muerte de Navarrete en 1579, su obra sirvió de modelo para un nutrido grupo de pintores españoles de su generación y de la inmediatamente posterior; y lo fue, además de por los propios méritos, por ser el Real Monasterio escurialense la obra máxima de referencia del arte nacional de su momento.
El Bautismo de Cristo es una excelente muestra de la pintura de Juan Fernández Navarrete al ponerse en contacto con Felipe II: huellas flamencas en la percepción del paisaje y los ángeles, y abundante presencia de manierismo romano, con latentes recuerdos de Rafael y Miguel Ángel, palpables también en la concepción, la entonación cromática, fría y agria, y la técnica lamida y prieta. Una pintura, por lo tanto, tan ecléctica como los gustos de Felipe II a comienzos de la segunda mitad del siglo, pero que maduró hacia ciertas formas más pictóricas, plenas de sensual cromatismo y audaz iluminación, gracias al intenso contacto de Navarrete con la cantera escurialense, especialmente Correggio y la pintura veneciana.
La pequeña tabla aparece inventariada en El Escorial desde 1574, donde permaneció hasta la invasión francesa, cuando fue llevada a Madrid para formar parte del Museo Josefino. Depositada durante un tiempo en la Academia de San Fernando, llegó al Museo del Prado en 1827 (Texto extractado de Ruiz, L.: El Greco y la pintura española del Renacimiento. Guía, Museo del Prado, 2001, p. 70).