Aún no tengo nada claro lo que ocurrió aquel funesto Viernes. Sólo sé que al recordarlo punzadas del dolor más intenso se me clavan desde lo más hondo de mi alma hasta lo más profundo de mi corazón, y parece que se me abre mi persona partiéndome en pedazos. El dolor de una Madre que ve morir lentamente a su hijo de la forma más cruel, lenta y dolorosa posible tan sólo se entiende si se pasa por él, y es una experiencia terrible, espantosa, que no la deseo absolutamente a nadie.
Había bajado a la fiesta, en Jerusalem, nuestra ciudad Santa, donde Dios habita (aquel día, como tantos días en tantas personas que sufren, no era capaz de encontrarle en ningún sitio, de ninguna forma), y nuestra idea era encontrarnos allí, unirnos todos, la familia, mi Hijo, y sus amigos, para celebrar la Pascua. Estando en casa de una de mis amigas, de pronto me avisaron. Yo pensé al oír llamar, y ver al mensajero, que era para quedar en algún sitio, a alguna hora, para cenar. Pero cuando me dijeron lo que ocurría, me faltaron momentos para salir corriendo a la calle, y buscarle, como una loca. No sé ni cómo iba, ni adonde, tan solo sé que desesperada le buscaba con todo mi corazón y mis fuerzas, y mis amigas estaban gritando y llorando a mi alrededor. El corazón se me subía la boca, no podía ni respirar, mis manos estaban tan apretadas que me hacía sangre al arañarme con las uñas, parecía que se me clavaban siete puñales en el corazón, y me despedazaban por dentro. Era la angustia viviente en este momento.
Cuando me encontré con Él apenas si lo podía reconocer y llamar por su nombre. Roto, destrozado, hundido bajo el peso del madero, maltratado, apaleado, lleno de polvo y suciedad, con golpes por todo el cuerpo y en la cara, que era una tremenda llaga sangrante. Gritos y empujones. Los que le rodeaban e insultaban parecía que no se daban cuenta de que allí iba una persona, y no hacían otra cosa que torturarle e injuriarle. Fue horroroso y terrible. Pero cuando me miró, yo noté que la tierra se me abría a los pies, y el mundo entero se me venía encima y me aplastaba. Su mirada era única, indescriptible. En mitad de aquel griterío, su mirada lo llenaba todo, en una mezcla de un por qué me ocurre esto, y una ternura y un amor inmenso, eterno. No se puede explicar con palabras.
Como una sonámbula, le seguí, no sé si tambaleándome, o apoyada en los otros, o como llegué hasta allí. Cuando llegamos a la roca del Calvario, y vi como le desnudaban, y le seguían golpeándole, y cómo le atravesaban las muñecas y los pies, era a mi a quien atravesaban y mutilaban. Mi Hijo, mi pobre Hijo, allí estaba, colgado, moribundo, agonizando. Fueron unas pocas horas de lo más horrorosas, que a mi me parecieron una eternidad. Aún así, colgado en la cruz, no tuvo más que palabras de perdón y de amor para todos. Fue espantoso, y a la vez, increíble. Desde la cruz, se preocupó por mi, y le recomendó a uno de los suyos que me acogiera, y me cuidase, y me entregó para todos los que le siguen, y son e intentan vivir como Él. Y al final, dando un fuerte grito, murió. Hacia un frío horrible aquella tarde, que se oscureció enseguida.
Muerto ya, aún le clavaron una lanzada en el pecho, en el costado, como si aún no fuese poco lo que le habían hecho y atormentado. Parecía que su hambre de hacer daño no tenía límite. Y su cuerpo inerte colgado, inerte y sujeto por los clavos…¡ Qué horrible visión!
Entre unos cuantos le bajamos, y limpiamos su cuerpo como pudimos, con prisa, porque comenzaba la fiesta, y cerraban ya todo. No te puedes imaginar mi dolor cuando tuve su cuerpo frío, blanco y húmedo entre mis brazos. Por más que le acariciaba, y abrazaba, y gritaba, estaba cada más frío y pálido. Yo me quería morir, ir con Él. La vida se me escapaba de entre las manos.
Con el grupo, le llevamos a un sepulcro cerca de allí, y allí le dejamos, sintiendo que mi corazón y mi persona se me quedaban allí, encerrados en la tumba con Él.
Te agradezco que te unas a mi dolor, que aún sigue por el mundo en tantos y tantos como siguen viviendo la cruz, y que hoy están siendo crucificados, en tantos hombres y mujeres como viven la oscuridad y el mal, víctimas de la múltiple forma de la violencia que se da en este mundo en que vivimos. Aunque no tengo ni fuerzas para rezar, y me siento rota de la cabeza a los pies, sé que mi Hijo ha de volver, y Dios su Padre, ha de hacer algo más. Estoy segura, aunque esté sumergida en un mar de angustia y dolor, que Dios pasará por la vida, y algo cambiará. Estoy segura, hijo mío, ten esto en cuenta, y cuando te veas, como yo, metido en el dolor, piensa que Él está contigo, y que Él pasará por la vida transformando todo, llenando todo de fuerza, vida y amor. En estas horas en que Jesús, mi Hijito del alma, está en la tumba, ora, hijo, para que el Señor no nos deje perder la esperanza.
Un beso muy fuerte de vuestra Madre, María, Madre de Jesús
Con María, hoy oramos por tantos crucificados de nuestro mundo:
- Las víctimas de la pandemia y sus familias
- Los niños maltratados, y los bebes abortados
- Los ancianos solos
- Los desempleados sin esperanza de trabajo
- Las mujeres agredidas
- Las familias desestructuradas
- Las personas sin libertad: alcohólicos, toxicómanos, oprimidos…
- Los pueblos y naciones oprimidos
- Los enfermos
- Las víctimas del hambre y de la pobreza, de la riqueza mal repartida…
Para meditar en casa: Allí sostiene el cáliz de su Hijo, sostiene la vida, nos sostiene a los hombres
María «estaba» al pie e la cruz: «Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre». Jn 19,25. María estaba allí, en aquella cruz. María era mucho más que aquel lugar que olía a injusticia, a dolor, a muerte. María era Madre, Hija, Esposa. Era niña y Reina. Era esclava y pobre.
Era parte del corazón de Jesús, estaba en sus mismas entrañas, clavada con Él, en Él. Igual que Él estaba en sus entrañas de Madre. Por eso ese día, a esa hora, estaba en Jesús y Jesús en Ella. María estaba en su misma cruz, porque no podía estar en otro lugar. Estaba junto a su Hijo, acogiéndolo en sus brazos, sosteniendo su dolor, no dejándolo caer.
María es Madre, Esposa, Hija. María no estaba de paso en la vida de Jesús, en la vida de los hombres. María estaba allí para siempre.
Al pensar en María al pie de la cruz, lo primero que pienso es en eternidad, solidez, pertenencia. María no estaba de paso al pie de la cruz. María «estaba» en la cruz y «era» al mismo tiempo parte de la cruz.
En ese mismo lugar había muchas personas: soldados, curiosos, simples espectadores, escribas, fariseos, amigos y enemigos de Jesús. La mayoría estaba allí de paso. No se quedaron ahí para siempre. Cuando acabó todo regresaron a sus casas. En pocos de ellos cambió algo en sus vidas por haber estado allí ese día.
María, sin embargo, estaba allí para siempre al pie de la cruz. Ese «estar» cambió su corazón de Madre. Hoy sigue estando al lado de la cruz. Esa herida de tanto dolor ensanchó su alma, la hizo navegable para los hombres.
Sus pies quedaron clavados en la tierra, en lo más hondo. Su rostro permaneció alzado al cielo, mirando la luz escondida en la muerte. Su alma quedó clavada en la de Cristo para siempre, unida a su Hijo, atada como Esposa.
San Bernardo le dice a María: «Esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. La cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya».
Su alma no podía irse de aquel lugar. Nunca pudo irse. No quiso irse. Estaba en la cruz, en el monte Calvario, en la tierra que se elevaba sobre el mundo. Allí estaba María firme, de pie, solemne, recia. Como una columna.
Hoy, cuando uno entra en el Santo Sepulcro en Jerusalén, adora a Dios vivo. Cristo vive allí. Y en ese mismo lugar, al otro lado del sepulcro, está María. De pie, firme, permanece a su lado, sosteniendo el cáliz de su sangre, de la vida verdadera.
Allí, al pie de la cruz, de nuestra cruz, María no se tambalea, no cae. Es una mujer de una pieza. Mirar a María no es mirar a una mujer dulce, blanda, a una mujer que no ha sufrido, impasible, afable. No, mirar a María es mirar a una mujer fuerte, firme, arraigada, elevada, estable, digna de confianza. María «está» y «es».
Es esa mujer sólida que no se deja llevar por los vientos, por los miedos, por la vida. Al mirarla sentimos nuestra propia debilidad, nuestra vulnerabilidad, nuestra inestabilidad. Son fugaces nuestros actos y nuestras palabras.
Tantas veces no estamos donde decimos estar. Nuestras palabras no realizan actos. Nuestro amor no se expresa en la vida. No somos lo que queremos ser. Nos dejamos llevar por el viento, nos tambaleamos ante las cruces del camino, caemos y no podemos sostener a otros.
Estamos de paso en nuestros compromisos, fugaces momentos de sí. Nos mantenemos hasta que el amor desparece, hasta que corren vientos nuevos. Así de blanda es nuestra fortaleza, nuestra roca.
Mirar a María es pedir el don de saber estar en la vida como Ella estuvo. «Estar» con mayúsculas, para que el corazón se arraigue.
«Estar» enraizado significa «estar» anclado en lo más hondo de la vida, en lo más profundo de Dios. Entre el cielo y la tierra. En el cielo y en la tierra. Estar tiene una connotación de eternidad.
María nunca se ha bajado de la cruz de Cristo desde aquel momento. Allí sostiene el cáliz de su Hijo, sostiene la vida, nos sostiene a los hombres.
Allí abraza a su Hijo y nos abraza a nosotros. Ella no está de paso por nuestra vida. No corre, no pasa de largo, se detiene ante nosotros.
Me emociona pensar en ese «estar» de María que está lleno de vida, de luz, de esperanza, de camino. Su «estar» al pie de la cruz es una mirada que se alza, es un gesto que se inclina hacia lo alto.
Los pies algo elevados y firmes. Las manos que buscan. La voz que se quiebra al tocar el aire. Los ojos que se mueven buscando su rostro. Ese «estar» junto a Jesús tiene más movimiento que tantos movimientos nuestros que no van a ningún lado.
El «estar» de María está cargado de amor. Tiene raíces profundas y grandes alas. Es un «estar» que se adentra en el alma del amado, que se mueve suavemente, sin violencia. Es un «estar» que es donación, entrega, sacrificio.
María asciende a la cruz. María se queda en la cruz. María no huye del costado abierto de su Hijo. Permanece allí para siempre en lo más profundo de su entrega, de la grieta por la que brota la vida. Toca el madero y permanece clavada en él, estática, extática, para toda la eternidad. Sale de sí misma al estar alzada, clavada, elevada, callada. En ese gesto insignificante para muchos, María se dona. No se ve el movimiento. Está contenido en todo su amor que se regala. Pero ese «estar» de María va más allá de aquel madero. Es un amor que no se queda en la cruz quieto. Es un amor que desciende hacia los hombres y se pone en camino.
María se abaja, como se abaja el mismo Cristo. Y su amor crucificado se convierte en un amor que levanta, carga y sostiene muchas vidas. El amor de María se pone en camino, se hace peregrino. Su «estar» se hace encuentro, movimiento, vida.
Ella está en nosotros, con nosotros, a nuestro lado, al pie de nuestra cruz, caminando con nosotros. Es y está a nuestro lado.