Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza,
poderoso defensor en el peligro.
Por eso no tememos aunque tiemble la tierra,
y los montes se desplomen en el mar.
Que hiervan y bramen sus olas,
que sacudan a los montes con su furia:
El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios,
el Altísimo consagra su morada.
Teniendo a Dios en medio, no vacila;
Dios la socorre al despuntar la aurora.
Los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan;
pero él lanza su trueno, y se tambalea la tierra.
El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
Venid a ver las obras del Señor,
las maravillas que hace en la tierra:
Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe,
rompe los arcos, quiebra las lanzas,
prende fuego a los escudos.
«Rendíos, reconoced que yo soy Dios:
más alto que los pueblos, más alto que la tierra».
El Señor de los ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
Para comprender este salmo, un himno a Sión, hay que situarse en la perspectiva de Isaías 2,1-5 o de Isaías 60: un monte se yergue sobre toda la tierra; hacia él confluyen los pueblos por la soberana razón de ser la «Santa Morada del Altísimo». Es una peregrinación hacia la Ciudad Santa, un camino ascendente hacia el futuro, hacia arriba, hacia Dios. Desde esta meta que convoca a la humanidad (v. 9), dimana el bien supremo de la paz (v. 10). Se comprende que quienes son llamados hacia esos supremos ideales canten el poder de Dios y la confianza que tienen en su presencia protectora. Los motivos se entremezclan. Unos son míticos, otros proféticos, cultuales o escatológicos. Todos ellos al servicio de la sublime emoción que embarga a quienes aquí cantan el poder de Dios. El salmo puede ser una composición muy antigua, hecha quizá con ocasión de la derrota de Senaquerib el año 701 antes de Cristo.
Como himno que es, puede ser proclamado al unísono; tanto más cuando este himno es un cántico colectivo de confianza. Es aconsejable guardar un breve silencio después de la recitación de cada estrofa con su estribillo incluido (vv. 2-4, 5-8 y 9-12). De este modo se puede obtener mayor solemnidad en la recitación hímnica. El estribillo puede ser cantado (vv. 4b, 8 y 12).
La celebración del Dios guerrero
Aunque el salmo haya sido compuesto con motivo de una victoria concreta, ésta se trasciende en la celebración del Dios guerrero. Venció el caos primordial (Gn 1,2), símbolo de las fuerzas militares, que también son inutilizadas, y llevará a cabo la extraordinaria acción de eliminar todo aparato bélico (Sal 45,10; Is 2,4; 9,4; Os 2,20; Ez 39,3). Al fin habrá «estallado la paz», cuando el lobo y el cordero habiten juntos porque la tierra estará llena del conocimiento de Dios (Is 11,6-9). La era de la paz es posible hoy, que el enemigo del hombre ha muerto en la tierra en la que se creía segura: la muerte ha sido derrotada en la carne para que la Ley llegue a su plenitud en nosotros (Rm 8,3-4). Plenitud que es un amor inmensamente potenciado en los cristianos animados por el Espíritu, que nos lleva a dar a todos el nombre de hermanos. El amor fraterno será la batalla pacífica del Señor de los ejércitos.
Un himno al Emmanuel
El salmista centra desde el principio el nervio de su confianza. Es Dios, refugio y fortaleza (v. 2). Si la Ciudad Santa o el Templo pueden generar falsas seguridades, el salmista destaca una vez más dónde está la certeza de su confianza: en Dios que socorre (vv. 5-7). Su certeza se formaliza en el estribillo en que se alaba al «Dios-con-nosotros». En un principio fue tan sólo un signo de su presencia y asistencial (Is 7); sólo cuando el Espíritu vino sobre María, en su carne floreció la «Presencia» de Dios. El «Dios-con-nosotros» puso su tienda en nuestro campamento. A este gesto de amor corresponde en el creyente la «co-habitación» con la Palabra; y a su dinamismo salvífico, la docilidad subjetiva. Sólo así los creyentes veremos los nuevos cielos y la tierra nueva, donde el «Dios-con-nosotros» será nuestro Dios. Cantemos nuestra confianza en el Emmanuel.
El bautismo de la regeneración
El agua es un signo bivalente: puede ser destructora, como la del caos o la de los grandes ríos que se interponen en el camino hacia la tierra prometida, y también puede ser un agua que lleva consigo la fertilidad, como la del Paraíso, la que saliendo del Templo lleva la vida donde había muerte (Ez 47). Las aguas bautismales, que brotan de los cimientos del nuevo Templo, generan un nuevo ser. Esas aguas son el Espíritu derramado sobre cuantos creen en Cristo. Son aguas que alegran la ciudad de Dios con el nombre hasta ahora desconocido de «Abba», y que, ya ahora, hacen que en la Ciudad fructifique exuberantemente el árbol de la vida. Cantemos entusiasmados el fabuloso poder de Dios que despierta en nosotros una inefable confianza.
Resonancias en la vida religiosa
Él es nuestro alcázar imbatible: Jesús prometió a su comunidad eclesial, de la cual nosotros formamos parte, que «las puertas del Hades no prevalecerán contra ella». Por eso tenemos la seguridad de que, «teniendo a Dios en medio, no vacilaremos». Ser Iglesia es la garantía de nuestra perennidad y es nuestra fuerza revitalizadora como comunidad religiosa. El Jesús resucitado está por su Espíritu en el núcleo de su comunidad. Nada ni nadie podrá atentar definitivamente contra ella; ni el tiempo rutinario y corrosivo, ni las confabulaciones o maquinaciones bélicas de los hombres, ni el creciente materialismo o los procesos secularistas y ateos, ni la violencia, ni el saber racionalista y engreído. El poder del Resucitado, fuerza amorosa y reconciliadora, pone fin a todas las asechanzas y violencias; resucita a los muertos, hace nuevas todas las cosas. Él es el Señor. Presente en su Iglesia y en las comunidades que viven su misterio. Él es nuestro alcázar imbatible, a quien aclamamos.