San Antonio Abad, eremita (17 enero)

Antonio Abad, eremita (c. a. 251-356)

Su vida la escribió su gran amigo san Atanasio. Hay que situarlo entre los siglos III y IV. El espacio es Egipto, cerca del delta del Nilo y, concretamente, en Quemán, muy posiblemente en el lugar que hoy ocupa Quemán-el-Arous, al sur de El Cairo. En escena están Arrio con sus doctrinas y las persecuciones en medio de un florecimiento de la Iglesia. Su influencia en el mundo cristiano de Oriente llegó a adquirir tonos de fábula, reconociéndosele por la implantación de un modo de vivir la fe específico en el que predomina el deseo de soledad y la búsqueda de la vida de contemplación y penitencia, lejos de las actividades ordinarias en las que los hombres consumen su existencia.

Un buen día, un joven llamado Antonio, cuyos padres han muerto hace no mucho, de buen parecer y heredero de una buena fortuna, escuchó la predicación habitual con un tono nuevo: oyó una vez más el evangelio puro: «Vende lo que tienes, dáselo a los pobres, y ven y sígueme». Lo había oído muchas veces antes; pero ahora toma como suyo el filón de la pobreza y decide ponerlo por obra hasta sus últimas consecuencias, alejándose del pueblo para vivir en soledad…

… …

… Fundó sin querer fundar; no escribió reglas monacales, no dio normas, no señaló hábito; pero Egipto se pobló de solitarios. Él solo marcó un estilo con su vida.

Y, además, predicó con su ejemplo lo que es el camino necesario para cualquier cristiano a la hora de ser fiel, enseñando que los peores enemigos no son los de fuera, sino los que el ser humano siempre lleva consigo como «hombre viejo»: el afán de poder, el apego a la riqueza, el egoísmo, la lujuria o impureza. Inútil sería huir del mundo si no se planta cara, también en la soledad, a la soberbia. Quizá represente todo esto el cerdo que inseparablemente acompaña a «la estrella del desierto» –la tradición ha hecho a Antonio patrón de los animales– en la iconografía firmemente asumida y divulgada por los artistas como Brueghel, Teniers, El Bosco, Tintoretto, Veronés, Rosa y otros. Y muy interesante: dejó bien demostrado que, aunque se enfurezca, el demonio –con todo su artificio infernal– tiene miedo a la oración, a la penitencia y a la señal de la cruz.


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