San Juan Diego Cuauhtlatoatzin (9 diciembre)

La narración de las apariciones de Guadalupe es fascinante. El protagonista es un indio mexicano desconocido, Juan Diego, que a mediados del siglo XVI conoció a la Virgen en una colina, lugar que se convertiría a lo largo de los siglos en el centro de la peregrinación mariana mundial.

Un pedregal donde hasta la hierba lucha por crecer. Es el que está atravesando un indio de 57 años en el alba del 9 de diciembre de 1531. Desde que fue bautizado un año atrás lo llaman Juan Diego, pero su nombre original es “Cuauahtlatoatzin” que en azteca significa “el que habla como un águila”. El hombre, un campesino, está yendo desde su pueblo a Ciudad de México porque es sábado y es el día que los misioneros españoles dedican a la catequesis. Al llegar al pie del cerro Tepeyac, Juan Diego se siente atraído por una cosa extraña. Una canto de pájaro que nunca había oído antes. Luego el silencio y una dulce voz que lo llama: «Juantzin, Juan Diegotzin». El hombre sube a la cima de la colina y se encuentra de frente a una joven con un vestido que brilla como el sol. Se arrodilla adelante estupefacto y la escucha presentarse: Soy la Perfecta Siempre Virgen María, La Madre del verdadero y único Dios”.

Un signo para creer
La Señora confía una tarea a Juan Diego. Informar al obispo sobre lo que le ha sucedido para que se construya un templo mariano al pie de la colina. Relatar lo increíble no es fácil y, de hecho, el obispo, mons. Zumárraga, no cree ni una palabra. Por la tarde, en la colina, la noticia del fracaso no hace desistir a la Señora, que invita a Juan Diego a intentarlo de nuevo al día siguiente. Esta vez el obispo hace algunas preguntas más sobre la aparición, pero sigue siendo escéptico. El indio tiene que darle una señal, dice, o sigue siendo un cuento de hadas. El campesino informa de la petición a la Señora, que se compromete a darle una señal para el día siguiente. Aquí es donde sucede lo inesperado. El campesino se entera de que un tío suyo enfermo se está muriendo. Después de una noche de sufrimiento la urgencia se convierte en encontrar a un sacerdote, entonces, en la mañana del día 12 Juan Diego sale y a la altura de Teyepac cambia de camino para evitar un nuevo cara a cara con la Señora.

El prodigio de la tilma
La estrategia es inútil. La Señora está de nuevo delante de él, preguntándole por qué tiene tanta prisa. Avergonzado, el campesino se arroja al suelo invocando el perdón y explicándolo todo. La Señora lo tranquiliza. Su tío ya está curado, dice, e invita a Juan Diego a subir al cerro a recoger flores para llevarlas al obispo. Entre las piedras han nacido unas espléndidas «rosas de Castilla», algo imposible en pleno diciembre. El indio recoge algunas de ellas y las envuelve en la tilma, la manta de tela tosca que usa, y luego se va a Ciudad de México. Después de una larga antecámara, fue presentado al obispo. Juan Diego cuenta los nuevos hechos y luego desenrolla su manta frente a los presentes. En el mismo instante, en la tilma se reproduce la imagen de la Virgen, el icono destinado a hacerse famoso y venerado en todas partes.

El guardián de la Virgen
El camino es cuesta abajo a partir de ahí. El obispo se hace acompañar al lugar de las apariciones, hace comenzar la obra y ya el 26 de diciembre la primera capilla estaba lista junto a la colina del milagro. Juan Diego, viudo desde hace algunos años, pide y consigue habitar en una pequeña casa adyacente a la capilla. Durante otros 17 años, hasta 1548, seguirá siendo el fiel guardián de la Señora, la Virgen morenita. Juan Pablo II proclamará a Juan Diego Santo el 31 de julio de 2002.


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