Santa Mª Magdalena de Pazzi, virgen (25 mayo)

Santa María Magdalena de Pazzi, virgen de la Orden de las Carmelitas, vivió en Florencia, rica ciudad dominada por la poderosa familia de los Medici, en el siglo XVI, en pleno Renacimiento. Con gran abnegación y ocultamiento se dedicó a orar por la reforma de la Iglesia, aún en medio de la agitación posterior al Concilio de Trento.

Maddalena, sin embargo, el único renacimiento que espera es el de la Iglesia y el único poder que reconoce es el del amor de Dios. Su fuerza es la oración: una oración ferviente y constante que la acompaña a lo largo de su breve vida. Nacida en 1566 en la noble familia florentina del Geri de Pazzi y bautizada con el nombre de Catalina, desde temprana edad sintió la atracción hacia un diálogo íntimo con Dios. A la edad de 16 años, en 1582, entró en el Monasterio de Santa María de los Ángeles y tomó el nombre de María Magdalena.

La intensa temporada mística
En los primeros años de su vida monástica fue sacudida por una enfermedad que le impidió acostarse, tanto que profesó sus votos sentada en una cama, especialmente colocada frente al altar de la Virgen. A partir de ese momento, la futura Santa experimentó un intenso periodo místico que sus hermanas recogieron y documentaron en varios volúmenes de manuscritos, entre ellos Los Cuarenta Días fechado en 1584, Las Conversaciones y las Revelaciones e Inteligencias fechado en 1585. En sus relatos, María Magdalena nos exhorta a corresponder al amor de Cristo por el hombre, manifestado en su Pasión. Las cosas cambian a partir de 1586. María Magdalena comenzó a experimentar un fuerte sufrimiento interior: privada del sentimiento de la gracia, se sintió como «Daniel en el foso de los leones», desgarrada entre pruebas y tentaciones que se describirán más adelante en el volumen sobre las Pruebas de la Vida.

Su compromiso por la renovación de la Iglesia
Es precisamente en este momento difícil de su vida que María Magdalena sintió la necesidad de comprometerse aún más por la renovación de la Iglesia, iniciada por el Concilio de Trento. Por ese motivo la religiosa escribió varias cartas al Papa Sixto V, a los cardenales, a los arzobispos, incluyendo el de Florencia, Alejandro de Medici (el futuro León XI), reafirmando la necesidad de la «renovación de la Iglesia» y para combatir la «tibieza» de muchos bautizados. En total, son doce misivas – dictadas en momentos de éxtasis y tal vez nunca enviadas – donde Magdalena afirma con valentía que escribe motivada por «ser una novia y no una sierva» de Dios, y que actúa en razón de una profundización teológica de la alianza esponsal con el Señor; alianza rica en amor puro que no busca ninguna recompensa, como el amor del Hijo de Dios.

«¡Venid y amad el amor!»
En 1590 terminó el período oscuro de María Magdalena que, con nueva energía, decidió dedicarse a la formación de las novicias, convirtiéndose en su punto de referencia. «¡Venid y amad el amor!» le pidió a sus hermanas, exhortándolas a difundir la bella noticia del amor de Dios por cada criatura. Poco después, sin embargo, cayó gravemente enferma de tuberculosis: durante tres años sufrió atroces sufrimientos que la obligaron a retirarse de la vida activa de la comunidad y a sumergirse totalmente en el «sufrimiento desnudo», por amor de Dios. La muerte la sorprendió el 25 de mayo de 1607, a sólo 41 años de edad.

La centralidad de la Trinidad
Su reputación de santidad se extendió con mucha prontitud y, ni siquiera veinte años después, en 1626, el Papa Urbano VIII la proclamó beata. Clemente IX la canonizó el 28 de abril de 1669. Hoy sus restos -que han permanecido incorruptos- descansan en el Monasterio dedicado a ella, situado en el barrio de Careggi de Florencia. A la grande mistica florentina le debemos la centralidad de la Trinidad en la vida espiritual y eclesial, y también la experiencia interior como un profundo amor a Dios, pues María Magdalena fue una enamorada del Amor divino.


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