«Las Témporas —dice el Misal— son días de acción de gracias y de petición que la comunidad cristiana ofrece a Dios, terminadas las vacaciones y la recolección de las cosechas, al reemprender la actividad habitual» (p.648). La celebración ha sido fijada en España para el día 5 de octubre, pues su localización en el calendario e incluso su duración dependen de las Conferencias Episcopales de cada país.
Las Témporas, y con ellas las Rogativas, son una antiquísima institución litúrgica ligada a las cuatro estaciones del año. Su finalidad consistía en reunir a la comunidad, para que, mediante el ayuno y la oración, se diese gracias a Dios por los frutos de la tierra y se invocase su bendición sobre el trabajo de los hombres. Las Témporas nacieron en Roma y se difundieron con la liturgia romana, al mismo tiempo que sus libros litúrgicos. Al principio tuvieron lugar en las estaciones del otoño, invierno y verano, exactamente, en los meses de septiembre, diciembre y junio. Pero muy pronto debió de añadirse la celebración correspondiente a la primavera, en plena Cuaresma. Por algunos sermones de San León Magno se conoce el significado de estas jornadas penitenciales, que comprendían la eucaristía, además del ayuno, los miércoles y los viernes de la semana en que tenían lugar. El sábado había una vigilia, que terminaba con la eucaristía también, bien entrada la noche, de forma que ésa era la celebración eucarística del domingo.
La proximidad con algunas grandes solemnidades, como Navidad y Pentecostés, y la coincidencia con algún tiempo litúrgico, proporcionaban un colorido especial a la celebración de las respectivas Témporas. Pretender relacionarlas con cultos naturalistas precristianos es pura imaginación, aunque es evidente su relación con la vida agraria y campesina, la vida propia de aquellos tiempos. En el fondo, las Témporas son un acercamiento mutuo de la liturgia y la vida humana, en el afán de encontrar en Dios la fuente de todo don y la santificación de la tarea de los hombres.
Por eso, hoy, considerada la extensión de la Iglesia y su presencia en los pueblos más diversos, se imponía una revisión y una adaptación de esta vieja celebración litúrgica, que ya no tiene por qué ser agraria ni campesina únicamente, sino que puede ser muy bien urbana y cercana a las preocupaciones del hombre del cemento y del reloj de cuarzo. Lo importante es que en un día, o en tres, según la duración elegida, se viva y se celebre la obra de Dios en el hombre y con la ayuda del hombre; con un espíritu de fe y de acción de gracias propios del creyente, que sabe que lo temporal tiene su propia autonomía, pero sin romper con Dios y sin ir en contra de su voluntad salvadora: «Todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,22-23).
EL AÑO LITÚRGICO – Julián López Martín