Esteban fue el abanderado de los mártires que en el calendario son los que más figuran por ser más abundante esta categoría entre los santos; fue el diácono quien señaló el camino a los demás mártires, el que inauguró el martirologio.
Se cumplió en él la advertencia del Señor; no había nada de extraordinario en su muerte, entraba en el guion: «como corderos en medio de lobos… os azotarán en las sinagogas… el discípulo no está por encima de su maestro, ni el siervo por encima de su señor… no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma… dichosos cuando os injurien y os persigan por causa de mi nombre… bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia». Así habían comenzado ya el programa los Apóstoles «gozosos de haber sufrido por el nombre de Jesús», pero no habían llegado a tanto. Era claro que Jesús les había dicho «Seréis mis testigos». ¿No quiere decir eso la palabra mártir?
Esteban fue llamado para colaborar de modo directo al ministerio apostólico, sirviendo las mesas. Se habían quejado los neocristianos procedentes de los judíos de lengua griega porque no se atendían suficientemente a sus viudas. Los Apóstoles habían pensado que unos varones sensatos, prudentes, activos y llenos de caridad debían ser incorporados al servicio del apostolado y dedicarse a la atención de las mesas de modo principal. Eligieron a siete y Esteban era uno de ellos.
Judíos de la sinagoga de los libertos procedentes de aquellos judíos que Pompeyo había llevado a Roma, originarios de Cirene y de Alejandría, y que al conseguir la libertad regresaron a la tierra de sus mayores, seguían formando un colectivo problemático y difícil. Se habían unido a otros alejandrinos, cirenenses, y asiáticos para disputar con Esteban; no están a su altura. Hay una confabulación contra el diácono para presentar testigos falsos y llevarlo al Sanedrín –se repetía la manera de hacer ya harto conocida– donde le acusarían falsamente de proferir blasfemias contra Dios y contra Moisés.
Lo esperaron estos fanáticos judíos, querían encontrarlo a solas en uno de los muchos vericuetos o callejuelas estrechas de Jerusalén, con la intención de dañar porque la secta de los cristianos estaba dando que hablar demasiado y se llevaba a mucha gente; los sacerdotes decían que era una humillación para el pueblo. Acorralaron a Esteban y le increparon por su fe en el crucificado; ante el Sanedrín comenzó a hablar Esteban con un diálogo que, más que defensa, es catequesis donde se toma pie de lo común antiguo para llegar a la salvación realizada por Jesucristo, que es lo nuevo. No era aquel hombre interpelado un extraño, un alienígena, ni un advenedizo; hablaban un lenguaje común, pero la sintonía no podía darse, estaban en ondas distintas. Predica desafiante la verdad y aquello no lo soportaron sus oyentes por sus pasiones exacerbadas.
Lapidación era la pena a los blasfemos y blasfemia interpretaron de Estaban cuando les habló de cielos abiertos, y de Jesucristo reinante junto al trono de Dios. Le tiraron todas las piedras que había, pedrada tras pedrada fue muriendo, a pesar de que «su cara les pareciera un ángel». Testigos hubo de cargo; aquel joven Saulo que por poca edad –no por falta de ganas– no pudo tirar; solo cooperó guardando las ropas de los lapidadores que necesitaban facilidad de movimientos para arrojar los terribles proyectiles manuales pétreos. Es hecho conocido que la misma Escritura Santa, dura por clara, dice que «Saulo aprobaba su muerte».
Como el ser precede al actuar, Esteban era cristiano y actuó como tal, el modelo era Cristo a quien amaba y desea imitar. Esteban terminó con la súplica «Señor, Jesús, recibe mi espíritu» y, como no sabía hacer otra cosa, repitió la actitud interna y la misma súplica externa del Salvador crucificado: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado».
Debió de contar el episodio martirial el mismo Pablo, testigo ocular, a Lucas, que trabajó años junto a él y lo dejó escrito en su libro Hechos de los Apóstoles. Bien pudo ser la mismísima conversión de Pablo el fruto maduro del martirio de Esteban.
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