Antioquía, en la actual Siria, era la tercera metrópoli más grande del mundo antiguo, después de Roma y Alejandría (Egipto). Ignacio se convirtió en su obispo hacia el año 69, sucediendo a San Evodio, pero sobre todo al apóstol Pedro que había fundado la Iglesia en esa ciudad. Originario de una familia pagana no romana, Ignacio se había convertido al cristianismo a una edad avanzada, gracias a la predicación de San Juan Evangelista, que había llegado a esas tierras.
Viajando hacia el martirio
Ignacio es un obispo fuerte, un pastor celoso. Los seguidores de su Iglesia lo definen como un creyente «ardiente», tal como sugiere la etimología de su nombre. Durante su episcopado se inició la terrible persecución del emperador Trajano. También es víctima el obispo, que se niega a renunciar y por ello está condenado a ser transportado encadenado a Roma donde será despedazado por las fieras del Coliseo durante las celebraciones de la victoria romana en Dacia. Así comienza su largo viaje hacia el martirio, durante el cual será a menudo torturado por los guardias, hasta su llegada a Roma y la ejecución de la sentencia, en el 107.
Las siete cartas
Del camino hacia la muerte del obispo Ignacio, hay siete hermosas cartas que escribió y que constituyen un documento auténtico de la vida de la Iglesia de la época. Al llegar a Esmirna, escribió las cuatro primeras, tres de las cuales estaban dirigidas a comunidades de Asia Menor: Éfeso, Magnesia y Tralli. En ellas agradece las numerosas demostraciones de cariño. La cuarta carta, en cambio, está dirigida a la Iglesia de Roma y contiene la petición de no obstaculizar su martirio, del que el obispo se siente honrado, considerándolo una oportunidad para volver sobre la vida y la Pasión de Jesús. Pasando por la Troada, Ignacio escribió tres cartas más: a las Iglesias de Filadelfia y de Esmirna y al obispo de esta última ciudad, Policarpo. En las cartas pide a los fieles que apoyen a la Iglesia de Antioquía, y ofrece interesantes orientaciones sobre el ejercicio de la función episcopal. También tenemos páginas de verdaderas declaraciones de amor a Cristo y su Iglesia que por primera vez se define como «católica»; testimonios de la concepción tripartita del ministerio cristiano entre obispo, presbíteros y diáconos; así como directivas sobre cómo contrarrestar la herejía docetista que creía que la Encarnación del Hijo era sólo aparente y no real. Pero sobre todo, en sus cartas, leemos el deseo, casi una oración, a los fieles de mantener unida a la Iglesia contra todo y contra todos.