San Vicente, diácono y mártir (22 enero)

Originario quizás de Zaragoza, Vicente fue  diácono del obispo Valerio. Un hombre valiente y gran predicador. Arrestado durante la persecución de Diocleciano, sufrió tremendas torturas sin doblegarse. Murió martirizado en Valencia en el 304. Fue inmediatamente venerado como un santo.

Vicente descendía de una familia consular de Huesca, y su madre, según algunos, era hermana del mártir San Lorenzo. Estudió la carrera eclesiástica en Zaragoza, al lado del obispo Valero, quien al ser tartamudo lo nombró primer diácono para suplirle en la predicación. La actividad diaconal de Vicente se desarrolló durante una época relativamente serena y pacífica, pues en 270 el emperador Aurelio restableció la unidad del Imperio y le dio una nueva organización, que favorecía la expansión de la Iglesia. Así se pudo cimentar el cristianismo en las regiones ya más evangelizadas y celebrar el Concilio de Elvira, que manifiesta una cierta madurez de la Iglesia en la Bética, ya en el 300.

Después se originó una nueva y sangrienta persecución, decretada por los emperadores romanos Diocleciano y Maximiano,  que habían jurado exterminar la religión cristiana. En 303 se publica el primer edicto imperial: Todos los pobladores del imperio tenían que adorar al “genio” divino de Roma, impersonado en el Cesar.

Para llevar a cabo los edictos persecutorios, llega a España el prefecto Daciano, que permanece en la Península dos años, ensañándose cruelmente en la población cristiana. Entra en España por Gerona, y encargó el cumplimiento de los decretos imperiales al juez Rufino, pasando él a Barcelona donde sacrificó a San Cucufate y a la niña Santa Eulalia. De Barcelona pasó a Zaragoza. Arremetió contra los pastores para amedrentar al rebaño. En Zaragoza mandó prender al obispo y al diácono Vicente, pero no quiso entregarlos al suplicio. «Si no empiezo por quebrantar sus fuerzas con abrumadores trabajos, estoy seguro de mi derrota», pensaba. Les cargó pesadas cadenas, y ordenó conducirlos a pie hasta Valencia, haciéndoles padecer hambre y sed. En el largo viaje, los soldados les afligieron con toda clase de malos tratos.

Llegados a Valencia se les encerró en una prisión muy oscura y se les dejó sin comer durante varios días. Cuando juzgó Daciano que estaban quebrantados, los mandó llamar, y se extrañó de que estuvieran alegres, sanos y robustos. Desterró al obispo y al rebelde Vicente, que le ultrajaba en público, lo sometió al potro. El mismo Daciano se arrojó sobre la víctima, y le azotó cruelmente. Mientras lo torturaban, el juez intimaba al mártir a abjurar. Vicente rechazaba sus propuestas: “Te engañas, hombre cruel, si crees afligirme al destrozar mi cuerpo. Hay dentro de mí un ser libre y sereno que nadie puede violar. Tú intentas destruir un vaso de arcilla, destinado a romperse, pero en vano te esforzarás por tocar lo que está dentro, que sólo está sujeto a Dios”.

Daciano, desconcertado y humillado ante aquella actitud, le ofrece el perdón si le entrega los libros sagrados. Pero la valentía del mártir es inexpugnable. Exasperado de nuevo el Prefecto, mandó aplicarle el supremo tormento, colocarlo sobre un lecho de hierro incandescente. A Daciano le enfurecía la serenidad de Vicente y le asombraba y, hastiado de tanta sangre, mandó devolverlo a la cárcel. Nada puede quebrantar la fortaleza del mártir. Lo arrojan a un calabozo “más negro que las mismas tinieblas”, dice Prudencio en su crónica.

Daciano manda curar al mártir para someterlo otra vez a los tormentos. Los cristianos le curan. Pero apenas colocado en un mullido lecho, cubierto de flores, el espíritu vencedor de Vicente vuela al cielo. Era el mes de enero del 304. El tirano, despechado, mandó arrojar a un muladar el cadáver de Vicente. Un cuervo lo defendió de los buitres y de las fieras. En el lugar donde fue tirado, se alza hoy la parroquia de San Vicente Mártir de Valencia.

Ordena Daciano mutilar el cuerpo y arrojarlo al mar. Metido, pues, en un odre fue arrojado al mar, atado con una rueda de molino, de donde viene el sobrenombre de “la Roda”. Las olas lo devolvieron a la playa de Cullera donde lo recogió la cristiana Ionicia que lo enterró en un modesto sepulcro junto a la vía Augusta y los fieles cristianos comenzaron a venerarlo.