Ya a finales del siglo II encontramos una verdadera veneración de los santos: tras las grandes persecuciones del Imperio Romano, hombres y mujeres que habían vivido la vida cristiana de forma bella y heroica se convirtieron poco a poco en objeto de veneración. El primer santo no mártir fue San Martín de Tours. Hacia finales del año 1000, ante el desarrollo incontrolado de la veneración de los santos y del «comercio» relacionado con las reliquias, se elaboró un proceso para la canonización, hasta llegar a la prueba de los milagros. La solemnidad de Todos los Santos tuvo su origen en Oriente, en el siglo IV; con el tiempo se extendió por la cristiandad, aunque se celebraba en fechas diferentes en los distintos lugares: en Roma, el 13 de mayo; en Inglaterra e Irlanda, desde el siglo VIII, el 1 de noviembre. Esta última fecha se establecerá también en Roma a partir del siglo IX. La solemnidad cae hacia el final del año litúrgico, cuando la Iglesia tiene la mirada puesta en el final definitivo, y piensa en quienes ya han cruzado las puertas del Cielo.
“Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a Él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán satisfechos. Bienaventurados los misericordiosos, porque se les mostrará misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por practicar la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan, y cuando os calumnien en toda forma por mi causa. Alegraos y regocijaos entonces, porque tendréis una gran recompensa en el cielo» (Mt 5,1-12).
Los santos
Los santos auténticos amigos de Dios a los que la Iglesia nos invita hoy a dirigir nuestra mirada, son hombres y mujeres que se dejaron fascinar por esta propuesta, que aceptaron recorrer el camino de las Bienaventuranzas. No porque fueran mejores o tuviesen más talento que nosotros: simplemente porque sabían que todos somos hijos de Dios y lo pusieron en práctica. Se sentían «pecadores perdonados»: estos son los Santos. Aprendieron a conocerse a sí mismos, a dirigir sus fuerzas hacia Dios y hacia los demás, sabiendo confiar, en sus fragilidades, en la Misericordia divina.
Hoy nos animan a apuntar alto, a mirar lejos, a la meta y al premio que nos esperan; nos animan a no resignarnos ante las dificultades de la vida cotidiana, porque la vida no sólo tiene un final, sino, sobre todo, tiene una finalidad: la comunión eterna con Dios. Con esta fiesta, la Iglesia nos señala y pone a nuestro lado a los santos, amigos de Dios y modelos de vida bienaventurada que interceden por nosotros, animándonos a vivir con mayor intensidad este último tramo del año litúrgico, signo-símbolo del camino de la vida.
Los ocho caminos
Se trata de seguir el camino, o mejor dicho, los ocho caminos, trazados por Jesús e indicados en el Evangelio: las bienaventuranzas. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos…»: el énfasis no está tanto en el «bienaventurado» como en el «porqué». No eres «bienaventurado» porque eres «pobre», sino que eres bienaventurado porque, en cuanto pobre, estás en una condición privilegiada para recibir el reino de los cielos. Y lo mismo sucede con las otras siete condiciones: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados»; «bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra»; «bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados»; «bienaventurados los misericordiosos, porque encontrarán misericordia». «Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios»; «Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán los hijos de Dios»; «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos»; «Bienaventurados cuando os insulten… porque tendréis una gran recompensa en el cielo «. Es ese «porqué» el que lo explica todo, el que revela dónde encontrarán la confianza los mansos; dónde encontrarán la alegría los pacíficos… «Bienaventurado», pues, no se entiende aquí como una simple emoción, aunque sea importante, sino como un deseo de volver a ponerse en pie, de no dejarse derribar, de no rendirse, de seguir adelante… porque Dios está contigo. En ti.
Se trata, pues, de ver a Dios, de estar de su parte, de ser objeto de sus atenciones; de contemplar a Dios no en el cielo, sino ya hoy. He aquí los ocho caminos que se nos invita a recorrer para que también nosotros podamos participar de la alegría que indica el Apocalipsis: «Queridos, ved qué amor nos ha dado el Padre para ser llamados hijos de Dios, y realmente lo somos… desde ahora somos hijos de Dios, pero lo que seremos aún no ha sido revelado…» (1 Jn, Segunda Lectura). Nosotros -dice el estribillo del salmo en respuesta a la primera lectura- somos «la generación que busca el Rostro del Señor». Y no porque seamos buenos o no, sino porque Dios mismo lo ha querido.
¿Y yo?
En estas «Ocho palabras» que son las bienaventuranzas, Jesús me dirige una invitación: «¿Te interesa el reino de los cielos? ¿Estás interesado en cultivar una vida con un horizonte elevado?» Cierto, el mundo va por otro lado: nos invita a sentirnos felices a través de una vida cómoda y económicamente sólida, bien lejos de ser «pobres de espíritu». Nos invita a divertirnos de todas las maneras y por todos los medios, nada de «bienaventurados los que lloran». Nos invita a hacernos oír, a prevalecer sobre los demás, más que a ser mansos. Nos invita a saciarnos de todo, sin límites, en lugar de saciarnos de paz y de justicia. Nos invita a pensar en nosotros mismos, en vez de ser misericordiosos. Nos invita a ir donde el corazón nos lleve, satisfaciendo todas las pasiones, en lugar de ser puros de corazón. Nos invita a defender nuestros muros, en vez de convertirnos en pacificadores. Nos invita a prevalecer y perseguir, en lugar de dejar que nos insulten.
Las Bienaventuranzas pueden parecer absurdas; sin embargo, son las ocho vías hacia una vida hermosa, bienaventurada, feliz… una vida lograda. O, si se quiere, una vida santa. Y no se trata de palabras, no se trata de ideas… porque si nos fijamos bien, las Bienaventuranzas nos presentan la imagen de Jesús mismo: pobre, manso, dócil, misericordioso… animado únicamente por el deseo de «ocuparse de las cosas del Padre» (cf. Lc 2,41-50).
Como ya se ha dicho, la clave no está en el «bienaventurado», sino en el «porqué»: la bienaventuranza, la felicidad, viene de que la propia vida tiene un sentido, una dirección; tenemos una razón por la que vivir e, incluso, por la que merece la pena perder la vida: «¿No sabíais que debía ocuparme de las cosas de mi Padre?», «…porque de ellos es el reino de los cielos». Por tanto, la alegría, la bienaventuranza, no deriva de las condiciones externas -ya sean el bienestar, el placer, el éxito-, todas ellas frágiles y efímeras (cfr. Mt 7,24-28: la casa sobre la arena y sobre la roca), sino de la felicidad prometida por Dios a quienes asumen en su corazón determinados comportamientos y los manifiestan en su vida cotidiana.
Los santos de la puerta de al lado
La solemnidad de hoy nos muestra que una vida «bendita», «bella», «exitosa», «santa»… es posible. Fue posible ayer y es posible hoy. Para todos. Podemos convertirnos en esos «santos de la puerta de al lado» de los que nos habla el Papa Francisco. Hombres y mujeres reconciliados consigo mismos, con los demás y con Dios, capaces de hacer brillar la luz del Amor misericordioso del Señor en la vida cotidiana: en la familia, en el trabajo, en nuestro tiempo libre… saber vivir como Jesús, saber confiar en sus «ocho caminos». Con el bautismo todos somos ya santos, ¡pero no lo sabemos! Demasiado a menudo ni siquiera nos damos cuenta de esta posibilidad que el Bautismo ha puesto en nuestras manos; y sin embargo está ahí. Porque así lo ha querido Jesús.
Una anécdota
Durante una visita a una iglesia de Turín, un niño de una escuela preguntó a la maestra por unas luminosas y hermosas vidrieras. “Representan a los santos -respondió ella -, hombres y mujeres que vivieron su amistad con Jesús de una manera especial y fuerte”. Unos días más tarde, en la Fiesta de Todos los Santos, un sacerdote preguntó a los chicos si sabían explicar quiénes eran y qué habían hecho las personas que la Iglesia venera como «santos» y qué habían hecho. El niño que había pedido la explicación sobre las vidrieras levantó la mano y con voz segura dio esta respuesta: «Son aquellos que dejan pasar la Luz».
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