Salmo 90 (89): meditación sobre la vida humana.

Baje a nosotros la bondad del Señor

1 Señor, tú has sido nuestro refugio
de generación en generación.

2 Antes que naciesen los montes
o fuera engendrado el orbe de la tierra,
desde siempre y por siempre tú eres Dios.

3 Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «Retornad, hijos de Adán».
4 Mil años en tu presencia
son un ayer, que pasó;
una vela nocturna.

5 Los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
6 que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca.

7 ¡Cómo nos ha consumido tu cólera
y nos ha trastornado tu indignación!
8 Pusiste nuestras culpas ante ti,
nuestros secretos ante la luz de tu mirada:
9 y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera,
y nuestros años se acabaron como un suspiro.

10 Aunque uno viva setenta años,
y el más robusto hasta ochenta,
la mayor parte son fatiga inútil,
porque pasan aprisa y vuelan.

11 ¿Quién conoce la vehemencia de tu ira,
quién ha sentido el peso de tu cólera?
12 Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.

13 Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos;
14 por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.

15 Danos alegría, por los días en que nos afligiste,
por los años en que sufrimos desdichas.
16 Que tus siervos vean tu acción,
y sus hijos tu gloria.

17 Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos.


El versículo 1 comienza con estas palabras: «Oración de Moisés, varón de Dios». La Biblia de Jerusalén da a este salmo el título de Fragilidad del hombre. Es el único salmo atribuido a Moisés, quizá a causa de sus conexiones con Génesis y Dt 32.
El versículo 12 recuerda que del conocimiento de la fragilidad humana procede la sabiduría, que es temor o respeto a Dios.
Los vv. 14-17 hacen extensivas a todo Israel la meditación y la oración que se referían a un individuo. Para Nácar-Colunga el título de este salmo es Deprecación de misericordia. El poeta lamenta la brevedad y miseria de la vida y pide a Dios luz para por ella conocer la grandeza divina, ante la cual somos un día que ya pasó: nada. Contiene dos poemas yuxtapuestos: a) contraposición de la eternidad de Dios y la brevedad de la vida humana (vv. 1-12); b) relaciones de Dios con Israel, con una plegaria por la rehabilitación de la nación (vv. 13-17).–

El salmo es una meditación sobre la vida humana. En estilo bellísimo y pintoresco, con abundancia de metáforas, el salmista canta en la primera parte la grandeza de Dios, Señor del universo, anterior a la formación de los montes, para quien mil años son como un día. Frente a esta grandeza divina está la pequeñez e indigencia del hombre, hecho de la tierra, sin consistencia, y cubierto de pecados, que excitan la ira divina. Por sus faltas, la vida humana transcurre triste y en constante turbación. «Es un canto emotivo, de elevación casi único. A la seriedad del pensamiento sobre la pequeñez de la vida humana corresponde la solemnidad y tonalidad grave de expresión. Pero, aunque esté bajo el golpe del dolor y de una punzante melancolía, el poeta no se deja arrastrar por ella fuera de Dios ni de la confianza en Él… Su manera es demasiado viril para entregarse a estériles lamentaciones» (R. Kittel). En el salmo pueden distinguirse tres secciones: vv. 1-6, la eternidad de Dios y la pequeñez del hombre; vv. 7-12, la cólera divina y los pecados del hombre; vv. 13-17, ansias de rehabilitación nacional.– Maximiliano García Cordero, en la Biblia comentada de la BAC]


CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. Los versículos que acaban de resonar en nuestros oídos y en nuestro corazón constituyen una meditación sapiencial, que, sin embargo, tiene también el tono de una súplica. En efecto, el orante del salmo 89 pone en el centro de su oración uno de los temas más estudiados por la filosofía, más cantados por la poesía, más sentidos por la experiencia de la humanidad de todos los tiempos y de todas las regiones de nuestro planeta: la caducidad humana y el fluir del tiempo.

Pensemos en ciertas páginas inolvidables del libro de Job, en las que se pondera nuestra fragilidad. En efecto, somos como «los que habitan casas de arcilla, fundadas en el polvo. Se les aplasta como a una polilla. De la noche a la mañana quedan pulverizados. Para siempre perecen sin advertirlo nadie» (Jb 4,19-20). Nuestra vida en la tierra es «como una sombra» (Jb 8,9). Job confiesa también: «Mis días han sido más veloces que un correo, se han ido sin ver la dicha. Se han deslizado lo mismo que canoas de junco, como águila que cae sobre la presa» (Jb 9,25-26).

2. Al inicio de su canto, que se asemeja a una elegía (cf. Sal 89,2-6), el salmista opone con insistencia la eternidad de Dios al tiempo efímero del hombre. He aquí la declaración más explícita: «Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna» (v. 4).

Como consecuencia del pecado original, el hombre, por orden de Dios, cae en el polvo del que había sido sacado, como ya se afirma en el relato del Génesis: «Eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3,19; cf. 2,7). El Creador, que plasma en toda su belleza y complejidad a la criatura humana, es también quien «reduce el hombre a polvo» (cf. Sal 89,3). Y «polvo», en el lenguaje bíblico, es expresión simbólica también de la muerte, de los infiernos, del silencio del sepulcro.

3. En esta súplica es fuerte el sentido del límite humano. Nuestra existencia tiene la fragilidad de la hierba que brota al alba; inmediatamente oye el silbido de la hoz, que la reduce a un montón de heno. Muy pronto la lozanía de la vida deja paso a la aridez de la muerte (cf. Sal 89,5-6; Is 40,6-7; Jb 14,1-2; Sal 102,14-16).

Como acontece a menudo en el Antiguo Testamento, el salmista asocia el pecado a esa radical debilidad: en nosotros hay finitud, pero también culpabilidad. Por eso, sobre nuestra existencia parece que se ciernen también la ira y el juicio del Señor: «¡Cómo nos ha consumido tu cólera, y nos ha trastornado tu indignación! Pusiste nuestras culpas ante ti (…) y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera» (Sal 89,7-9).

4. Al alba del nuevo día, la liturgia de Laudes, con este salmo, disipa nuestras ilusiones y nuestro orgullo. La vida humana es limitada: «los años de nuestra vida son setenta, ochenta para los más robustos», afirma el orante. Además, el paso de las horas, de los días y de los meses está marcado por «la fatiga y el dolor» (cf. v. 10) e incluso los años son como «un suspiro» (cf. v. 9).

He aquí, por tanto, la gran lección: el Señor nos enseña a «contar nuestros días» para que, aceptándolos con sano realismo, «adquiramos un corazón sensato» (v. 12). Pero el orante pide a Dios algo más: que su gracia sostenga y alegre nuestros días, tan frágiles y marcados por la prueba; que nos haga gustar el sabor de la esperanza, aunque la ola del tiempo parezca arrastrarnos. Sólo la gracia del Señor puede dar consistencia y perennidad a nuestras acciones diarias: «Baje a nosotros la bondad del Señor, nuestro Dios; haz prosperar la obra de nuestras manos, ¡prospere la obra de nuestras manos!» (v. 17).

Con la oración pedimos a Dios que un rayo de la eternidad penetre en nuestra breve vida y en nuestro obrar. Con la presencia de la gracia divina en nosotros, una luz brillará en el fluir de los días, la miseria se transformará en gloria y lo que parece sin sentido cobrará significado.

5. Concluyamos nuestra reflexión sobre el salmo 89 cediendo la palabra a la antigua tradición cristiana, que comenta el Salterio teniendo como telón de fondo la figura gloriosa de Cristo. Así, para el escritor cristiano Orígenes, en su Tratado sobre los Salmos, que nos ha llegado en la traducción latina de san Jerónimo, la resurrección de Cristo es la que nos da la posibilidad, vislumbrada por el salmista, de que «toda nuestra vida sea alegría y júbilo» (cf. v. 14). Y esto porque la Pascua de Cristo es la fuente de nuestra vida más allá de la muerte: «Después de alegrarnos por la resurrección de nuestro Señor, mediante la cual creemos que ya hemos sido redimidos y que también nosotros resucitaremos un día, ahora, pasando con gozo los días que nos queden de vida, nos alegramos de esta confianza, y con himnos y cánticos espirituales alabamos a Dios por Jesucristo nuestro Señor» (Orígenes-Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, p. 652).

[Audiencia general del Miércoles 26 de marzo de 2003]


Una vocación de eternidad
La contraposición entre Dios y el hombre es la que existe entre la eternidad y el tiempo. Dios es anterior a todos los siglos; el hombre, fruto de un año, tiempo limitado, hierba que se seca. El hombre tiene, sin embargo, una vocación de eternidad, porque hubo entre nosotros un hombre, con nuestra misma carne, que pudo decir con verdad: «Antes que naciese Abraham, Yo soy» (Jn 8,58). Como el Dios salvador del destierro, es el «Primero y el Ultimo»; el Hombre salvado de nuestro tiempo es el «Alfa y el Omega, el principio y el fin, el que es, era y vendrá» (Ap, 1,8). En una palabra, «permanece para siempre». «De ahí que puede salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios». Cristo ha roto las fronteras del tiempo. Ha situado al hombre en un horizonte de eternidad.

La función de este mundo está para concluir
El salmista describe la fugacidad del presente como un vuelo. Su contenido es fatiga inútil. Es consecuencia del pecado, que desencadena la ira divina y cuyo salario es la muerte. Cuando Dios descargó sobre Jesús la culpa de todos nosotros, una vez que bebió el cáliz de la ira divina, la existencia humana deja de ser una fatiga inútil, adquiere un peso específico. Tan sólo es necesario que el hombre esté dispuesto a perder su vida en este mundo (Jn 12,25). No se nos ahorra la fugacidad del presente. Se nos patentiza que la vida en este mundo es una representación y está para concluir. En consecuencia, «no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2 Co 4,8).

Tendrán alegría eterna
Quien vive el peso de su existencia siente la tentación de preguntar «¿hasta cuándo?». Aquí no es una pregunta desesperada. El orante conoce la «bondad del Señor». De ella fluye una secreta alegría para los días y los años, parecida a la alegría que suscita la mañana en quien veló y oró durante toda la noche. He aquí que ha despuntado una mañana de júbilo eterno: el Señor resucitado es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. No sólo hace soportable la pregunta por el futuro «¿hasta cuándo»?; también sanea la aflicción presente que motiva la pregunta. «Por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable» (2 Co 4,17). Cuando se manifieste Cristo, nuestra vida, veremos la obra que Dios ha consumado en nosotros a costa del sufrimiento y gozaremos de una alegría eterna.


https://www.franciscanos.org/oracion/salmo089.htm
https://www.conferenciaepiscopal.es/biblia/salmos/