La Santísima Trinidad (4 junio)

El domingo pasado, con la solemnidad de Pentecostés, terminó el tiempo de la Pascua; el lunes retomamos el tiempo ordinario, es decir, el tiempo de la Iglesia (con el verde como color litúrgico), un tiempo en el que estamos llamados a vivir el Evangelio en la normalidad de la vida cotidiana, dando testimonio de la alegría de ser discípulos de Jesús crucificado y resucitado.
Si nos detenemos un momento y miramos hacia atrás, podemos ver un plan único. Desde el Cielo, Dios Padre vio lo lejos que se habían extraviado los hombres, después del pecado de Adán y Eva (Gn 3); eran incapaces de encontrar el camino de regreso a la Casa del Padre. Envió a los profetas para que les ayudaran a encontrar el camino, y no sólo no los escucharon, sino que los mataron (cfr. Mt 23,29ss). Al final, movido por la compasión, envió a su único Hijo: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». (Jn 1,14, Navidad). Jesús, el Hijo de Dios, compartió nuestra condición humana en todo menos en el pecado, ayudándonos a recordar que hemos sido creados por Dios, que somos sus hijos y que Dios es Padre. Con sus palabras y su vida, nos enseñó con la Verdad el Camino de vuelta al Padre, la Vida Eterna. De este modo, Jesús nos manifestó el Rostro del Padre: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Nos recordó que el camino al cielo es posible para todos, que no debemos temer, no debemos avergonzarnos… porque Dios Padre es amor, es fidelidad, es misericordia.
Jesús, obediente al Padre, murió en la cruz por nuestra salvación. Al tercer día, resucitó, venciendo el pecado y la muerte, abriendo así el camino para que volvamos a su Padre y a nuestro Padre (Pascua). Es un camino que podemos recorrer con confianza porque Jesús ascendió al cielo y nos dio el Espíritu Santo (Pentecostés), el primer don para los creyentes, el Amor hecho persona derramado en nuestras personas para que vivamos como hijos de Dios. De este modo podemos comprender por qué hoy la liturgia nos hace vivir la solemnidad de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Este Dios, que se presenta como Uno y Trino, no está tan lejos como parece, sino que está tan cerca que se hizo por nosotros Pan partido, Corpus Domini (el próximo domingo). El Pan del viaje al cielo, el Pan de los ángeles. Un regalo que conserva y revela el Sagrado Corazón de Jesús, una solemnidad que celebraremos el viernes siguiente al Corpus Christi.
Tres festividades litúrgicas que resumen el misterio de nuestra fe, revelado en estos meses: desde la Navidad hasta la muerte y resurrección de Jesús, pasando por su ascensión y Pentecostés.
La herejía de Arrio (que dudaba de la divinidad de Jesús y del vínculo entre la Santísima Trinidad), condenada por los concilios de Nicea (año 325, el Credo Niceno) y Constantinopla (año 381, el Credo Niceno-Constantinopolitano), favoreció la difusión de la fe en la Trinidad, tanto en la predicación como en la práctica de la piedad. Ya hacia el siglo VIII, las referencias a la doctrina de la Santísima Trinidad aparecieron en el prefacio litúrgico. Alrededor del año 800, surgió una misa votiva en su honor, que se celebraba en domingo -decisión que encontró oposición porque todos los domingos implican el recuerdo de la Trinidad- hasta que el Papa Juan XXII introdujo la fiesta para toda la Iglesia en el año 1334.


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