San Blas, médico y Obispo de Sebaste, Armenia, era conocido por obtener curaciones milagrosas con su intercesión. Cierto día salvó a un niño que se ahogaba por una espina de pescado que se le había trabado en la garganta. De aquí la costumbre de bendecir las gargantas el día de su fiesta, 3 de febrero.
San Blas hizo vida eremítica en una cueva del Monte Argeus y, según la leyenda, también se le acercaban los animales enfermos para que los curase. Sin embargo, no era interrumpido cuando el santo estaba en oración.
Por ese tiempo se produjo la persecución contra los cristianos del gobernador de Capadocia. Cuando los cazadores fueron a buscar animales para los juegos de la arena en el bosque encontraron a muchos de ellos que estaban esperando fuera de la cueva donde estaba San Blas.
El santo que se encontraba orando y fue tomado prisionero. El Gobernador Agrícola trató de que San Blas renegara de la fe, pero no lo consiguió. El tiempo en la prisión le sirvió al santo para interceder a Dios y lograr que algunos presos se curaran.
San Blas fue echado a un lago, pero con la gracia de Dios se mantuvo sobre la superficie. Luego con valentía invitaba a los perseguidores a caminar sobre las aguas para que demostraran el poder de sus supuestos dioses, pero ellos se ahogaban.
Cuando el santo volvió a tierra fue torturado y decapitado. De esta manera murió mártir y partió a la Casa del Padre sobre el 316 D. C.
Su culto se extendió por todo Oriente, y más tarde por Occidente. En la Edad Media, se llegaron a contabilizar solamente en Roma 35 iglesias bajo su advocación. Su festividad se celebra el 3 de febrero en las Iglesias de Occidente y el 11 de febrero en las de Oriente. San Blas tiene el honor de ser uno de los catorce santos auxiliadores (para la Iglesia católica) y de los santos anárgiros (para la Iglesia ortodoxa).
¡Oh!, glorioso San Blas, que con vuestro martirio habéis dejado a la Iglesia un ilustre testimonio de la fe, alcanzadnos la gracia de conservar este divino don, y de defender sin respetos humanos, de palabra y con las obras, la verdad de la misma fe, hoy tan combatida y ultrajada.
Vos que milagrosamente salvasteis a un niño que iba a morir desgraciadamente del mal de garganta, concedednos vuestro poderoso patrocinio en semejantes enfermedades; y sobre todo obtenedme la gracia de la mortificación cristiana, guardando fielmente los preceptos de la Iglesia, que tanto nos preservan de ofender a Dios. AMÉN